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martes, 3 de marzo de 2009

La verdadera soberanía II

¿Por qué los gobiernos no se sienten pisoteados en su soberanía cuando impávidos contemplan burdos negociados, actos de corrupción, tráfico de influencias y otros corruptos procederes que despedazan y siguen despedazando la integridad patria?
¿Por qué los gobiernos no claman a los cuatro vientos que nuestros compatriotas, por no contar con empleo ni dignidad, han perdido no solo la soberanía de la tierra sino también la soberanía de sus vidas, al verse obligados a emigrar y padecer en lugares ajenos?

¿Acaso no nos han robado la soberanía cuando nuestros recursos naturales han sido y siguen siendo saqueados por unos cuantos sindicalistas que dicen defender el derecho de los trabajadores, y no son más que contados aprovechadores que desfalcan los bienes del pueblo?

De qué soberanía podemos hablar, si ni siquiera se nos permita pensar y vivir con libertad. Qué soberano puede sentirse mancillado por otros, si él es el propio verdugo de su misma gente, a quienes acosa con ineptitud y mentiras, que no han hecho mas que sumirnos en una recesión económica de la que ni la más retórica constitución podrá salvarnos.

Qué hay de aquella soberanía donde el pueblo realmente se sienta soberano de su educación, de una atención médica digna, o de una plausible seguridad social producto de sus impuestos bien reinvertidos.
Qué hay de todas aquellas familias acometidas por el crudo invierno, que sin soberanía de nada, ( mejor dicho soberanas del hambre y la miseria), permanecen expectantes ante un conflicto diplomático que dice sustentarse en un patriotismo herido, pero, que solapadamente defiende a un macabro grupo terrorista, vaya uno a saber con qué propósitos futuros. Para quienes han sido víctimas de las inundaciones no hay otra soberanía que la defensa de sus vidas, sus hogares, como únicos elementos que los hace sentirse dueños de algo.

De qué soberanía, razón, justicia o humanidad puede hablar el mandatario venezolano, que, como si se tratasen de marionetas, ordena enviar “Cien batallones a la frontera” a provocar a un país hermano y propiciar una guerra fratricida que a la final le serviría a él para afianzarse en el poder, a costa del sacrificio de tantos inocentes.

La real soberanía no está únicamente en el territorio. La soberanía es un estado de vida más allá de la posesión de la tierra. La real soberanía mantiene un nivel de existencia decorosa para todos sus habitantes y se ofende cuando ve niños muriendo de hambre o enfermedades comunes; la soberanía se pisotea cuando no hay trabajo; cuando los mendigos de las calles nos delatan como insensibles; la soberanía se evapora cuando las familias se dividen por una migración forzosa que a nadie parece importar pero que está desencadenando una nueva generación de jóvenes y niños/as vacíos y desamparados.

No es cierto que hayan quebrantado nuestra soberanía. Con tanto impuesto inaudito, con tan mala administración gubernamental y con tan pésima actitud en contra de la libertad, nosotros ya no éramos soberanos de nada.

La verdadera soberanía I

Con gritos de guerra, mucha gente invoca la llamada soberanía, aquella condición donde internacionalmente, un Estado soberano es igual a los demás: puede gobernar su propio territorio, declarar la guerra, o regular su estructura política. En nuestro caso solo es fundamento para sumergirnos en un conflicto sin sentido, donde bajo pretexto de defender la “Soberanía”, el gobierno central comete descabellos que lo delatan como un sistema que a toda costa busca afianzarse, no solo en el país, sino en la región; obviamente no por iniciativa propia, sino como un títere de un régimen venezolano, que de forma directa demuestra su voracidad por el poder, así como su carácter fascista para expandirse por la región buscando el apoyo de grupos criminales.

El melodrama que se ha levantado en torno a la muerte del guerrillero Reyes, demuestra la simpatía que profesan todos aquellos defensores de la violencia, la muerte y la criminalidad, quienes con esta excusa buscan que se reconozca legalmente a grupos patibularios, como si se tratasen de luchadores políticos, lo cual no tiene ninguna lógica mental, menos aún, un mínimo asidero moral, porque no se puede, ni se debe dejar en la impunidad todos los latrocinios cometidos por la FARC; si así se lo hiciera, sería el más vil antecedente para que en el mundo y en la historia se siga instaurando el salvajismo.

Se afirma que se ha violado nuestra soberanía. Que las tropas colombianas operaron sin autorización en contra de una base rebelde afianzada en suelo ecuatoriano. Pero, acaso no deberíamos cuestionarnos: ¿Por qué nuestro ejército no veló por la seguridad nacional y permitió la entrada de estos villanos, para que posteriormente el ejército colombiano haga lo que no pudo hacer el nuestro? En lugar de sentirnos ofendidos por el allanamiento de nuestra soberanía: ¿no deberíamos sentirnos avergonzados por no saber custodiarla con eficiencia? ¿O es que solamente se está utilizando esta acción para atacar y disminuir el accionar de un presidente colombiano, que con los cinturones bien ajustados y la necesaria mano de hierro, hace frente a tan cobardes sanguinarios, mientras otros, con la cómoda disculpa de no querer internacionalizar un conflicto se convierten en cómplices de la maldad y el terror?

No levantemos aspavientos por una veintena de mafiosos a quienes el pueblo ni el mundo nada deben, porque atrás de ellos se ocultan otros de igual calaña que comercializan con el dolor humano. Que ningún defensor de derechos humanos alegue que se merecen un trato humanitario, porque los derechos humanos, como todo derecho se los merece y se los conquista; éstos son para quienes se comportan como reales personas, no para quienes como animales se ensucian con sangre inocente y se enriquecen con el dolor ajeno. Estos insurgentes al igual que cualquier grupo armado del planeta son voraces buitres ávidos de poder, roídos por la ambición y el deseo de imponer sistemas opresores, porque ninguna conquista alcanzada a través de la violencia lleva a un cambio con equilibrio.

El imperio de la violencia

Si bien es cierto que la violencia se asocia con distintas edades de existencia, evolución y desarrollo del ser humano sobre la tierra, cabe el razonamiento que a mayor evolución, mejor desenvolvimiento de la especie en el planeta. En este caso, la humanidad del siglo XXI se podría definir como el resultado de una serie de procesos sociales donde deberían confluir una mayor valoración y respeto por la dignidad y la vida misma.

Con desazón vemos que el tan mentado desarrollo, del que nos jactamos en la actualidad, se limita al uso y abuso de la tecnología. Una megatendencia donde la búsqueda del placer, la diversión, nos lleva a insanos límites, ubicándonos en nivel inferior al de las bestias. Ni las experiencias de genocidios mundiales, ni los movimientos de derechos humanos, ni la promulgación de tantas leyes a favor del hombre y la mujer han podido frenar la ola de violencia que nos acosa cada día.
Con estupor, en esta semana, miramos a través de los noticieros un cruento video donde un grupo de jóvenes españolas propinan una salvaje golpiza a una chiquilla ecuatoriana. Entre risas y aclamaciones de las agresoras, la víctima era agredida con atroz ferocidad. El video, grabado por ellas mismas en un teléfono celular, fue enviado a muchos otros como entretenimiento. Es aquí donde destacan los verdaderos comportamientos sociales imperantes en el mundo de esta época. Este grupo de adolescentes agresoras, son fruto de toda la influencia negativa a la que nos exponen los medios de comunicación, la publicidad y las grandes cadenas de “entretenimiento”. Sumemos a esto la descomposición familiar, los elevados horarios de trabajo, donde padres y madres de familia abandonan ciegamente a sus hijos/as en un medio agresivo y sin seguridades.

La irresponsable manera como se exhibe la violencia crea un sentimiento de permisividad. La constante difusión de imágenes, videos, videojuegos, reportajes y hasta canciones de belicoso contenido, destruyen nuestra capacidad de reacción y asombro. Para nuestros niños/as y jóvenes resulta común contemplar crímenes, peleas, actos de tortura u otros procedimientos violentos e inconscientemente los asimilan como parte de un comportamiento real.
Parece que tantos actos de abominable violencia, que incluso han sido causa de noticia a nivel mundial, no son suficientes para alertarnos sobre el abismo al que nos dirigimos. Si no detenemos este bombardeo de violencia para nosotros y sobretodo para nuestras generaciones menores, vamos a construir una sociedad más bárbara que la de la época de las cavernas.

Como es imposible frenar a tantos necios promotores de violencia, que se sirven de ella para ganar dinero, apremia la intervención directa de la familia para cuidar lo que miran y hacen en el hogar nuestros pequeños/as. Si nosotros como generación adulta ya estamos podridos por la inmundicia social, al menos velemos por no dejar este mismo legado para nuestros hijos/as.

No somos civilizados en medida de la tecnología que empleemos, sino en medida de la valoración y respeto que brindemos a nuestra categoría de seres humanos.

Divide y reinarás

Al parecer una aseveración inofensiva, intrascendente y sin ninguna proyección más allá de la evocación de aquel maquiavélico Maquiavelo, quien sin reparo incitaba a valerse del engaño, la trampa, el envenenamiento u otros descarriados procederes, con tal de afianzarse en el poder.

Bajo el criterio de: “El fin justifica los medios”, muchísimos tiranos en la historia de incontables lugares o países, han buscado perennizarse en las cúpulas del gobierno, para desde ahí, ostentar un poder que de ninguna manera puede considerarse moral. Lo conquistado sobre la base de ilegalidades no tiene validez ética y aunque se amparen en leyes o constituciones -dolosamente creadas para tales fines- jamás se podrá legalizar la mentira, el engaño ni la malicia.

La habilidad con que suelen actuar estos inmorales y mal denominados líderes, se fundamenta en una sutil, pero peligrosa incitación, que confronta a sectores de la misma sociedad donde gobiernan. Pueden recurrir a discrepancias religiosas, confrontaciones étnicas, desacuerdos políticos, o la más simple y al parecer la más convincente: La lucha continua entre ricos y pobres; o lo que en su mente perversa se traduce en: la eterna lucha entre el bien y el mal.

Obviamente ellos creen y afirman portar la bandera del bien. Bajo esta perspectiva, se consideran casi dioses; asumen poderes omnímodos, no son capaces de recibir ninguna crítica, porque, en su ceguera conciben su proceder como prototipo de perfección. Vociferan, cual esquizofrénico Zeus, cuando sus caprichos no son satisfechos, siendo capaces, al igual que la misma deidad griega, de devorar a sus propios vástagos, con tal de arraigar su egoísmo, interés o vanidad.
Para ellos no existe otra verdad que su envanecimiento. Es tal su convicción, que conciben a sus gobernados como seres inferiores incapaces de decidir, sentir y pensar. Para ellos, el pueblo no es sino una recua de iletrados, que sin la luz de su gran mandato, podría perderse en las tinieblas.

A pesar de todas las desdichas que han producido estos villanos, hoy vuelven a escena trayendo un cadáver que la decencia y la libertad tumbaron junto al muro de Berlín. El mentado socialismo del Siglo XXI, no es sino una hoguera donde se encienden odios que parecían sepultarse con las perspectivas de un nuevo ser humano más civilizado e inteligente. No podemos tragar ruedas de molino, ni seguir creyendo en la tan difundida lucha entre ricos y pobres. No podemos creer en salvadores políticos que con esta tesis dividen la sociedad, sin importar que una nación se fragmente y todos sus apararos productivos se hundan; generando así mayor desempleo, miseria y delincuencia.

No pueden embaucarnos ocultos tras una falsa bandera de lucha contra la pobreza, cuando en la realidad buscan que ésta se mantenga, para ellos y sus secuaces, seguir viviendo pomposamente a expensas de un pueblo raquítico que no reacciona ni protesta.

Los tiranos tienen su tiempo y su hora. Frente a éstos, una sociedad inteligente debe evitar su prolongación en el poder, confrontarlos, negarles el voto, volcarse a la desobediencia civil, rechazarlos con todas sus tesis y seguidores.
Una nación no emerge entre sectarismos ni rivalidades. Un pueblo es grande en la medida de su unidad y la búsqueda del bien colectivo.