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viernes, 29 de enero de 2010

LOS CABALLEROS LAS PREFIEREN BRUTAS

Un título singular para un libro publicado por Isabella Santo Domingo. Autora colombiana que mediante este texto, escrito a modo de ensayo, expone una curiosa tesis a la que denomina “machismo por conveniencia”. En él, expone una variada forma de actuar frente al sexo masculino, basando sus ideas más en decepciones personales y creencias por demás particularizadas antes que sobre la base de un criterio científico o comportamiento común.

El texto redunda en la idea de una mujer moderna fría, astuta, calculadora, para quien el “usar y dejarse usar” permite obtener los mejores índices de comodidad. Fingirse “bruta” para insidiosamente ejercer dominio absoluto sobre el hombre. En otras palabras, plantea la relación de pareja como un hábil negocio donde la mujer finge toda la sumisión posible para que el hombre creyendo tener el control, sea un “objeto” para manipularlo a su antojo. “Fingir un poco, valdrá la pena para conseguir lo que se quiere”, afirma la autora, en seria correlación con el maquiavélico: “El fin justifica los medios”. Frente a este modelo de mujer moderna, los hombres, a cada paso, deberíamos cuidarnos de ellas, para no recibir la puñalada por la espalda, el envenenamiento o algún malévolo acto.

Obras de esta naturaleza, invitan a pensar, en cuál realmente es el pensamiento no sólo de la mujer, sino del ser humano contemporáneo. Al parecer la era robótica no está únicamente en los enseres tecnológicos que llenan nuestros hogares y oficinas. La frialdad de las máquinas se ha concentrado en el corazón humano. Aquel sentimiento llamado “amor”, que tantas ocasiones fue motivo de revoluciones individuales y colectivas, parece ser un elemento de museo o tema para películas de ciencia ficción. Nuestro medio actual se destaca por relaciones como las denominadas amigovios, matrimonios express; una noche donde después de verte, tenerte y hacerte, no me acuerdo ni siquiera el nombre (si es que se preguntó al menos ese pequeño detalle). Superfluas relaciones de pareja donde el placer del instante y la satisfacción primaria son la constante.

No es que critique lo anteriormente expuesto, porque sería medieval seguir creyendo en mitos como la virginidad y la blancura de la boda en el altar. El mundo contemporáneo con sus aparatos de dominio ideológico ya se ha encargado de desbaratar esas creencias. Además, cada ser humano es responsable de tomar sus decisiones y encauzar su vida como mejor le parezca, porque al final, ese mismo ser, será el que afronte las consecuencias o buenos resultados de sus actos. Lo que si conviene meditar, es en el daño espiritual que nos autoinfringimos. Las personas nos componemos de dos elementos indivisibles como las caras de una moneda. El ser físico y el ser espiritual. Sin no fuésemos esta amalgama, bastaría con satisfacer al primero, mediante fiestas, diversiones, placer extremo, comida, alcohol o cualquier otro medio de disfrute. Mas, como olvidamos la parte espiritual, el resultado es una vida insípida, sin ideales; noches donde nos sentimos tristes piezas de un juego, donde utilizamos o somos utilizados. Seres humanos solos en medio de las muchedumbres; desposeídos de lo interno pero colmados de elegantes atuendos o cualquier adorno material que de alguna manera supla lo que nos falta en nuestra interioridad.

El mundo ha globalizado tan rápidamente las culturas y las ideologías que hoy no poseemos identidad cultural, peor identidad humana. Los modelos de comportamiento cambian de una semana a otra. Todo lo que hoy se nos presenta atractivo lo aceptamos sin reparo, con la mayor euforia; para en poco tiempo descartarlo como un desecho y en esto hemos incluido a las personas. Ya sin amigos sino seres de servicio, ya sin pareja sino seres que satisfagan nuestras necesidades básicas o sirvan para no aburrirnos. Sin nosotros mismos, porque al vernos al espejo, no nos conocemos, no sabemos a donde vamos ni lo que queremos.

Urge volver a desenrollar de algún lugar del tiempo o la memoria aquel llamado “amor”, como un llamado urgente para que la sociedad no zozobre. Un amor real y desarrollado en todas las dimensiones; capaz de descubrir las potencialidades y necesidades del otro para no utilizarlo sino promoverlo y en ese funcionamiento común realmente SER, en medio de todo esto que nos condena a simplemente existir.

LA EDAD DE LA BARBARIE

En un artículo anterior hice referencia a la obra “La rebelión de las masas”, del autor José Ortega y Gasset, más por la profundidad de su pensamiento, hago alusión a uno de sus capítulos que considero vitales para la época que vivimos. Muchos dirán que la “barbarie” propia de la edad media es parte de la historia, pero si analizamos el modo de vida que tenemos, nos damos cuenta que el espíritu bárbaro del ser humano actual, es decir su poca o ninguna relación con la cultura o la civilización es evidente.

“La vida se halla amenazada de degeneración”. El mundo moderno ha creado un nuevo estereotipo de humano que es el hombre bárbaro. Este hombre es el resultado de la era moderna, se originó a finales del siglo XX donde la tecnología despunta con avances y descubrimientos relevantes, mas llega a crear en la gente un estado de inconciencia porque tienen todo al alcance de la mano. Es fácil mirar extensos supermercados abarrotados de productos, pero nuestras generaciones ignoran el gran esfuerzo humano que está atrás de estos logros. No se conoce ni valora el gran reto que implica mantener en el mercado medicinas, artículos de primera necesidad y/o servicios básicos. Tenemos una increíble actitud con los servicios de agua potable y luz eléctrica, que llegamos a desperdiciarlos bárbaramente como si nunca fueran a extinguirse.

Diariamente producimos inmensas cantidades de basura, la contaminación, la producción innecesaria de ruido y tantos atentados en contra del medio ambiente nos ubican en la categoría de bárbaros. NO podemos llamarnos civilizados si existen tantos niños y niñas desprotegidos en las calles. Un pueblo civilizado no deja morir a sus ancianos en las veredas ni permite que criminalmente se cierren hospitales o centros de atención médica. La era actual rinde tributo a la apariencia física y se olvida del ser espiritual. Se ha perdido el romanticismo en la relación hombre- mujer; Se prefiere vivir bajo un régimen de autoridad absoluta y se evita vivir bajo un régimen de discusión.

¡Tenemos que cambiar! Debemos poner un alto a todos estos atentados en contra de la vida. Iniciemos en nuestros hogares solucionando las fugas de agua, empleando menos tiempo al tomar nuestro baño diario, recogiendo la basura que se halla al frente de nuestra casa; o más aún, saludando con cariño a quienes habitan con nosotros.

Es el momento de encabezar una rebelión, pero no una revuelta criminal que vaya en contra la vida o la dignidad de otros seres humanos. La verdadera y única rebelión es la que la hace cada uno con su comportamiento. Impidamos que el primitivismo renazca en nuevas hordas de pueblos sin pensamiento propio, arrastrados por una publicidad mediocre, por un mercantilismo intolerable. No seamos esclavos de un celular el cual cambiamos cada tres meses solo porque el nuevo modelo es más bonito. Que nuestro esfuerzo no vaya encaminado a aparentar una posición económica que no tenemos o a fingir un estilo de vida que ni siquiera tiene comparación con nuestros ingresos económicos. No seamos seres primitivos. La verdadera civilización es demostrar nuestras virtudes, nuestra fortaleza para vencer obstáculos y evidentemente nuestra capacidad para amar y hacer lo correcto aunque la mayoría del mundo haga lo que no debe.

EL JOVEN COMO CONSTRUCTOR DE UNA NUEVA SOCIEDAD

En el instante que empezamos a soñar nace la juventud, y su luz termina cuando se acaba la esperanza en el corazón.

La juventud no es un conjunto de 15, 18 o 20 años, la juventud es una fragua donde se forjan los más caros anhelos de amor, paz y libertad; y como anhelo habita o duerme en el aula del pequeñuelo que recita sus poemas de alegría, o serena se dibuja en la frente del anciano que a pesar del tiempo ama la vida y se aferra a ella con la idea de que aún hay mucho por hacer en este mundo.

Vivimos en una sociedad falseada donde se ha implantado la calumniosa certeza de decir que los jóvenes son el desperdicio y el problema del mundo contemporáneo, cuando en la realidad estos calificativos se les debería endosar a todos aquellos seres humanos carentes de ideales y valores; porque ante todo, el verdadero joven es aquel que en primer lugar se ama a sí mismo, y por ello no somete su cuerpo a la esclavitud de la droga, el alcohol, el tabaco o la pereza.

El verdadero joven tiene un sentido altamente moral, por ello no roba ni desperdicia el esfuerzo de sus familias ni de su sociedad, y se enajena por alcanzar la perfección del intelecto y la personalidad, para así engrandecer la Patria.

El verdadero joven es solidario, por ello siente la necesidad de servir a su pueblo, primero en las aulas donde enriquece su mente y espíritu; y si el caso lo amerita también en las calles, reviviendo con respeto y dignidad el legado de Montalvo que dijo: “ Hay de los pueblos cuya juventud no haga temblar a los tiranos”.

Hablamos de construir una nueva sociedad, pues entonces dejemos de hablar, porque este es el momento de sembrar, aserrar, labrar, multiplicar. Es el momento de crear con fuego, aire y agua la sociedad del presente que no se deje explotar por las grandes potencias que se han levantado sobre las bases de nuestra desidia, de nuestra mediocridad y nuestra apatía, males que unidos al egoísmo innato de los indiferentes han permitido que nuestros pueblos se ahoguen en la pobreza y el subdesarrollo, mientras otras naciones se ensoberbian con su poder y gloria.

En pocas palabras, la construcción de una nueva sociedad se basa únicamente en un valor que se arraiga en el mismo ser humano, y este es el amor. Amor en primer lugar al tiempo y a la vida, no desperdiciando tesoros tan valiosos ante una pantalla de televisión que solo engendra violencia en nuestro cerebro. Amemos el trabajo, desde nuestra primera profesión de estudiante, hasta la más elevada cátedra, que es: ser ciudadano. Amemos nuestra cultura con su poncho, su quichua y su rondador. Amemos al tierra que cada mañana recibe el beso de nuestros pasos, donde las raíces puruhaes se elevan ante el coloso Chimborazo reclamando la dignidad pisoteada de nuestra América Latina. Y esencialmente, amemos a Dios, que es núcleo de fortaleza y sabiduría.

SOCIEDAD Y DELINCUENCIA

El ascenso en los índices delincuenciales de nuestro país es una realidad que no se puede encubrir con cifras ni propaganda. El habitante común es efectivo protagonista de la incertidumbre que vive en calles y domicilios, donde a cualquier instante, el hampa extiende sus tentáculos, bajo la impotente mirada de una institución policial incapaz de reaccionar, pese a los decretos, berrinches y amenazas de las autoridades máximas
Un efectivo combate de la delincuencia debe partir del análisis certero del contexto donde se desarrolla. Incrementar armamento, patrullas o efectivos policiales no es la solución, cuando no se elimina el mal que la produce. El acrecentamiento de los índices de criminalidad es un efecto de la descomposición social y económica de un pueblo. Añádase a ello las malas políticas de control interno y externo de la población, que no permiten un cabal conocimiento del tipo de ciudadanos que circulan o habitan dentro del territorio nacional.
El cuerpo policial puede ser equipado de mejor manera, pero, no es suficiente el suministro material, si no existe una logística inteligente y eficaz que resguarde y planifique sus acciones. Es necesario que se capacite y se seleccione de mejor manera al personal policíaco, instituyendo elevados niveles de aptitudes culturales, físicas y sicológicas para su aceptación y permanencia en las filas. Sólo así se contaría con un elemento idóneo que pueda actuar con mayores parámetros de eficiencia en distintas situaciones.
Mención aparte es el paupérrimo e inoperante sistema judicial que no actúa con transparencia ni efectividad. La lentitud en los trámites legales demuestra el grado de incompetencia de un cuerpo legal varado en la mediocridad y que en nada coordina con el accionar de los gendarmes, quienes ven esfumarse en dictamines oscuros los éxitos logrados en cualquier operativo.
Los centros de rehabilitación deben reorientarse a labores donde el reo genere nuevas expectativas de vida. Impedir que cárceles y prisiones sean potenciales universidades del crimen donde muchos fortalecen su inclinación por el delito, antes que hallar un nuevo camino. De la misma manera, la sociedad debe prepararse para generar oportunidades donde los elementos rehabilitados tengan la opción de reinsertarse a un nuevo vivir, sin estigma ni discriminación.
Si se busca mermar la delincuencia, hay que combatir las causas que la producen: desempleo, pobreza, falta de educación. Implantar un sistema de represión como única manera de frenarla, es un aliciente perecedero que emboza fugazmente el problema, pero no lo resuelve. El Estado debe vigorizar sus bases económicas con programas de generación de empleo sustentados en incentivos a empresas y microempresas quienes a su vez, serán reales generadoras de trabajo. A más de ello, el sistema educacional debe reorientarse al fortalecimiento familiar, al desarrollo del ente humano como ser individual, que se genere y regenere a sí mismo, para ser elemento productivo y participativo de una sociedad.
Un delincuente es fruto de una sociedad descompuesta desde sus mínimas estructuras como la familia y luego el medio en que vive. Fortalecer la familia y la economía deben ser lineamientos básicos en el combate contra el auge delictivo.

FE O PAGANISMO

Cuando se trata de religión, son muy respetables las tendencias que cada creencia religiosa profesa, pero, al mismo tiempo vale la pena destacar los desvaríos que solemos cometer ya sea por ignorancia, superstición o manipulación mental. De una u otra manera, en mayor o menor proporción, las religiones no dejan de ser aquel opio del pueblo y de la conciencia del que hablaba Marx. Nos guste o no, las religiones en alguna parte de sus estructuras, buscan crear un ser humano ajeno a la realidad atado a dogmas imaginarios que apartan al individuo de lo biológico, lo intelectual y lo natural.

Qué fácil es ofrecer lo que no se puede dar. Qué fácil es predicar serenidad cuando no hay preocupación por el pan de los hijos, el empleo, los retos de la vida diaria, y se disfruta plácidamente de todas las comodidades posibles. Qué fácil es pedir a una persona resignación, paciencia, sacrificio, con la idea de una felicidad después de la muerte. Una trampa tan sutil para que ninguna doctrina sea rebatida; una trampa que nos impide discutir y hasta dudar, so pena de ser tildados como herejes o pecadores. Mientras tanto, el hambre, la miseria, el irrespeto a la misma felicidad humana sigue latente en tantas doblegadas cabezas que desde que nacieron les imputaron la marca de un “pecado”.

No es que niegue a Dios, pero no podemos predicar fe, compasión, santidad hacia lo que no vemos, cuando en el plano de la realidad, destrozamos la humanidad que podemos palpar y contemplar. Cómo se puede hablar de pobreza tras el púlpito de la opulencia, de misericordia, tras la cortina del juzgamiento irracional a los hombres y a las cosas. Cuántas veces se han edificado santuarios y catedrales para venerar un trozo de yeso o de madera mientras en su puerta la ignominia de la mendicidad es su primer azote.

Las religiones nos exigen tanto, pero, al mismo tiempo deberíamos preguntarnos: ¿Qué nos da la iglesia? ¿Qué hace la iglesia por el pueblo? A más de la irrebatible promesa de una dicha eterna (no comprobable por supuesto), ¿cuál es la verdadera función de las religiones? Dios no necesita intermediarios. Dios no necesita farsas como las que se suelen levantar por motivo de determinadas fechas, que en lugar de prácticas religiosas, son eventos comerciales y folclóricos.

En Riobamba es una vergüenza, la manera como a través de la imagen del llamado Rey de Reyes, se trafica con la conciencia de la gente. Es intolerable que en el siglo XXI se levanten criterios de imágenes genuinas e imitaciones sin valor. ¿Acaso esto no es una adoración pagana similar al llamado becerro de oro que se cita en la misma Biblia?

Es una locura despilfarrar ingentes sumas de dinero para promover desfiles, lances artísticos y otras actividades que bien se podrían realizar sin incluir el tema de la divinidad. Si tanto se dice venerar a Dios a través de una mal encaminada devoción, por qué no invertir este esfuerzo económico en casas de salud, orfanatos, asilos u otros planes de apoyo social. Dios está en el ser humano que necesita recuperar su condición de tal; un ser humano al que nadie debe mirar con compasión porque el promover el crecimiento material y personal de otras personas, es un deber moral para con el medio y el instante histórico donde nos desarrollamos.

No por seguidores de una religión, devotos de algún santo, o el efímero espíritu navideño velamos por el bienestar de otros. Libre de cualquier creencia religiosa, El Estado, la sociedad y cada individuo tiene la responsabilidad de promover mejores situaciones de vida para la gente con la que cohabita. La opción al empleo, a una ancianidad o niñez donde se respeten los espacios y características propias de cada edad, un servicio de salud profesional y no extorsionador, un plan de vivienda que finalmente saque de las calles o de los tugurios a tantas personas, un aire de libertad en todas sus extensiones: pensamiento, acción, creencia, expresión; una educación humanística, desrobotizada y despolitizada, es lo que debería predicarse o entenderse como señal de amor a un Dios sea cual fuere.

Con cánticos, limosnas, imágenes o pregones el mundo no puede cambiar. Dios es el hombre y el hombre es Dios.

El tesoro de la palabra

Quizá al escuchar el título: Las mil y una noches”, nos llega a la memoria el aire mágico de narraciones extraordinarias y exóticos parajes. Mas, no aparece en el recuerdo la historia donde una sagaz muchacha narraba una historia diferente cada noche, al bárbaro rey que por obligación se convirtió en su cónyuge, y que tenía la aberrante costumbre de diariamente seleccionar una esposa para ejecutarla luego de la noche de bodas. Entre narración y narración, pasaron tres años; la muchacha salvó su vida, la cruel práctica del gobernante fue suprimida y todo gracias al don de la palabra.

Hablar, comunicarnos, quiere decir extender un puente donde nos permitimos pensar, amar, compartir, en esencia: ser, dentro de un mundo al que ineludiblemente pertenecemos. Hölderlin, el gran poeta alemán decía: “El lenguaje es el bien más precioso y a la vez el más peligroso que se ha dado al hombre”. Y nadie podría rebatir si afirmamos que al ser bien empleadas, las palabras calman, fortifican, consuelan, animan, mitigan al menos por un instante cualquier esterilidad o desatino. Así también, mal enviadas, las palabras se vuelven venenosas, traidoras, engreídas, sarcásticas, humillantes, pendencieras. Palabras que acuchillan la dignidad, desbaratan el honor, pisotean el optimismo, encarcelan la libertad.

El hombre es, por su esencia de poder comunicarse, por su lenguaje que desde tiempos ancestrales eleva civilizaciones, torna inmortales a los seres y a los hechos que sin el verbo hubiesen desaparecido tras el polvo de los años. De padres a hijos, entre rapsodas, amautas, juglares, aravicos, el mundo se construyó y somos lo que somos gracias a la palabra. En el aire se hubiese desvanecido la mítica Troya, el valiente Aquiles, el astuto Ulises, la fiel Penélope si no hubiesen existido las lenguas que los canten o los cuenten. Junto a ellos, las fábulas, las leyendas, los amorfinos, las graciosas coplas y toda la herencia del lenguaje que trasciende en el ordinario convivir hasta volverse saludo, pregunta, cuestionamiento, apelación, afecto, información o invencible verso.

El hombre es una “planta que habla” afirmaba Aristóteles, porque pensaba que si no hablase sería poca cosa más que una planta. En efecto el lenguaje nos ha permitido construir la civilización, explicar la vida, recrearnos en lo cotidiano de los días donde de cualquier manera todos nos constituimos ciudadanos comunes con aciertos, debilidades, y fortalezas para desde cualquier perspectiva comunicativa despertar el pasado colectivo, vivenciar el presente efímero y proyectarnos a un posible futuro.

Opinar, hablar, expresarse; gritar contra las injusticias o no callar ante el virulento ataque de charlatanes, falsos profetas, atracadores de la libertad de expresión, aberrantes discursuelos de politiqueros vendepatria, es el inalienable derecho de todo ser humano. Más allá de los intereses de marcados grupos de poder; más allá de la opresión de tiranuelos a quienes la voz o la palabra del pueblo les perturba; más allá de los contaminados medios de comunicación para quienes la mentira es su sustento, está la libre vocación, la bendición de la palabra que debe liberarse de nuestro propio miedo para volverse nuestra mejor conquista.

LAS CRUCES SOBRE EL AGUA

La cruz es un elemento que generalmente lo relacionamos con la religión, con la redención cristiana o como un símbolo sagrado frente al cual nos descubrimos o persignamos. Para la época de Cristo, era un elemento de tortura, de deshonra y hasta de vergüenza. También para muchos es una señal de muerte, de tristeza. En este mes de noviembre que hemos vivido la celebración de los finados incluso se pudo apreciar en los cementerios los variados materiales con los que las elaboran; desde la tosca piedra hasta el más fino mármol, desde una cruz pintada sobre una lápida un tanto destartalada, hasta la lujosa cruz fundida en bronce. En fin se podría decir que hasta en el camposanto queremos marcar diferencias económicas que ya no importan. Como si la mejor bóveda, cripta o mausoleo diera más comodidad al que yace bajo la fosa.

Una de las grandes novelas ecuatorianas lleva precisamente como título, el mismo encabezado que me sirve para este artículo. Las cruces sobre el agua, reviven uno de los hechos más bochornosos y a la vez heroicos de la vida republicana de nuestro país. EL movimiento obrero del 15 de Noviembre de 1922, donde grandes grupos de trabajadores se levantaron contra el gobierno del entonces Presidente José Luis Tamayo, reclamando como ya sabemos mejores condiciones de vida para todos y a cambio recibieron bala limpia por parte del ejército; según cuentan las crónicas, a los cuerpos de los muertos y aún de los moribundos, a punta de bayoneta se les abrió el vientre, para luego lanzarlos al río Guayas. Como consecuencia de aquello, impensadamente aparecían sobre el río cruces de balsa que flotaban sobre sus aguas como signo de esperanza y reclamo del pueblo ecuatoriano.

Mas desde aquel año has el presente, la corrupción el robo, el atropello a las clase más desposeídas es atroz, al punto que muchas persona dicen que en este país ya no se vive, sino se “sobrevive”. Lo que veo mas triste todavía es que la defensa de los derechos por parte de obreros, trabajadores, se ha convertido en una cuestión política y muchas veces solo es un pretexto para no trabajar. Si exigimos derechos, luchemos por esos derechos. No seamos revolucionarios solo de horas de trabajo. Al verdadero luchador no le importa dejar la tranquilidad de su casa, su familia, su mismo tiempo con tal de luchar y defender sus convicciones. Pero que triste fue mirar como los servidores públicos que se decían en paro, llegado el feriado se fueron también de vacaciones como si para la lucha o la conquista de ideales hubiese feriado. Si hacemos algo, hagámoslo bien. Pienso que una gran muestra de protesta hubiese sido trabajar los días de feriado a cambio de todos los días no laborados, para que las autoridades entiendan que se exige derechos pero también se cumple con deberes.

Ahora somos nosotros quienes ponemos cruces sobre la educación, sobre la vida, sobre esta Patria que espera que no solo pidamos sino también contribuyamos. No sepultemos a nuestro Ecuador, no perdamos nuestra capacidad de asombro frente a la corrupción, la troncha política o el atropello a los elementales derechos humanos. Miremos estos males como lo que realmente es: “el cáncer de todo pueblo”, Espero que no asistamos al fin de esta tierra que a nosotros no nos ha costado mucho, pero que para muchos de nuestros patriotas, libertadores, pensadores, les costó su paz y hasta su misma sangre.

Basta de cruces sobre la dignidad y la vida de nuestro pueblo.

Celebrando la desvergüenza

Con la clásica impertinencia que le caracteriza, el régimen vive una serie de celebraciones en un país que supuestamente existe. Son tres años, que a decir del gobernante deben festejarse, y tiene razón, si en el mundo, a lo mejor, ya se ha institucionalizado el festejo de la desvergüenza. Y como vivimos en el país de las paradojas donde lo blanco es negro y lo bueno siniestro, sea bien dicho que se celebre con pitos y fanfarrias los logros de este gobierno. Así:
Festejemos el desempleo, el hambre, la falta de seguridad para el trabajo, el cierre de tantas empresas y más aspectos que nos ubican como un pueblo hundido en la crisis económica.
Celebremos el acoso, el irrespeto, el atropello del que los ecuatorianos/as somos víctimas cuando debemos soportar la avalancha de cadenas radiales o televisivas, burlescos episodios que se muestran para traernos cuentos similares al de la vieja Celestina.
Aclamemos con vítores el despilfarro de las arcas fiscales que han servido para el turismo de tantos burócratas, para el engaño a tantos sectores desposeídos quienes por unas migajas han vendido sus conciencias, o para la constante propaganda de un presidente temeroso a la impopularidad, quien a través de fantasías vive el sueño de un seudo líder que levanta imperios sobre la base de la nada.
Aplaudamos la prepotencia, el insulto, el maltrato que en estos tres años han tenido que soportar infinidad de periodistas y medios de comunicación, por su intención de comunicar la verdad con prontitud y acierto.
Aplaudamos el borregismo, ovejismo o real ineptitud de tantos asambleístas que no han sobrepasado su dimensión de títeres y sin conciencia nacional hunden a la Patria, permitiendo que se dicten leyes que atentan contra los intereses colectivos.
¡Cómo no felicitar a la sonada revolución!, por su afán maquiavélico y controlador. Por su ración diaria de odio en contra de la prensa, los pelucones, los pensadores o cualquier persona que con un poco de sentido común manifiesta inconformidad ante la insolencia de la que somos víctimas.
Y terminemos felicitando a todos aquellos “revolucionarios” que cabeza abajo, ideas al piso e intereses al pecho siguen aplaudiendo a su adalid, so pena de no ser reconocidos como leales súbditos. Aclamemos a todos aquellos que engrosan las caravanas gobiernistas, quienes en su mayoría son forzados a intervenir para así cuidar el único sueldo que los defiende.
Por esta ocasión no vamos a felicitar a la gran cantidad de ecuatorianos/as, honestos y de mente lúcida, quienes únicamente piensan en la libertad, la justicia y con su dosis de sentido común abogan por mejores días para el pueblo. A ellos no los felicitamos porque hoy sólo celebramos la desvergüenza.

EN MEMORIA DE ANA FRANK

Una de las obras más difundidas de la literatura juvenil, infaltable como material de lectura y análisis en el medio escolar es el Diario de Ana Frank. Su contenido se basa en una auténtica historia vivida y contada por una adolescente quien con sus pocos años vivió, padeció y murió en las sacrílegas tenazas de la guerra. El diario de sus vivencias publicado por el padre de Ana, luego de la muerte de ella, narra el sentir de esta adolescente, sus aspiraciones su inicio en el primer amor, pero también refleja la barbarie a la que puede ser sometido el ser humano cuando por intereses de pequeños grupos poderosos se destruye la entereza de los pueblos en injustificable conflictos bélicos.

Más que el aspecto literario juzgo extremadamente valioso su mensaje universal que deja al descubierto el sentir de cada inocente que debe truncar sus esperanzas y hasta su misma existencia ante las conflagraciones armamentistas. Pese a que la historia humana jamás ha podido deslindarse de la guerra, creo que debemos insistir en la búsqueda de una paz autentica; es hora de frenar las bárbaras ideas de violencia que se promueven a diario en todo medio de comunicación; porque la guerra no es únicamente en los frentes de batalla. Ahora vivimos una guerra oculta que en silencio asesina no solo al cuerpo.

En este siglo vemos el asesinato del espíritu, la dignidad. Nuestra sociedad incita al consumo de alcohol, a la vida fácil, al inmediatismo que nos impide plantearnos metas, horizontes, proyectos. Tan doloroso es escuchar a un/a joven que está a punto de graduarse y no sabe ni qué carrera seguir. Lamentable como se impide el fomento de la educación con políticas absurdas que en nada favorecen el crecimiento intelectual y/o artístico de nuestra gente; esta guerra en contra del pueblo es la que debe detenerse porque sino educamos bien a nuestra gente nunca podremos salir adelante y seguiremos confinados en el campo de concentración de la mediocridad y la ignorancia.

En este mes, se han dado diversos eventos por los sesenta años de la finalización de la Segunda Guerra Mundial: Para los llamados “países aliados”, un motivo de júbilo (por todos los beneficios que solo a ellos favorecieron); para el pueblo judío, un motivo de dolor, de honda nostalgia por las iniquidades sufridas; para todos quienes vivimos en este planeta, una vergüenza que nos perseguirá como sombra mientras no desterremos de nuestro cerebro la manera equivocada que tenemos de resolver nuestros inconvenientes mediante la violencia.

Un soldado puede terminar con una vida en un campo de batalla, pero también se puede terminar con una existencia de incontables formas: Cuánta creatividad sepultada en las aulas escolares; cuántas cruces sin cruces en quirófanos de abortistas o comadronas; cuántos enfermos agonizantes frente a los carteles de un paro médico; cuánto indigente o desempleado en las calles a cambio del crecimiento de fortunas desmedidas en beneficio de tantos “vendepatria”, traidores de su propia gente.

Sé que es una quijotería esperar una paz absoluta, pero, ojalá, en este día, al menos una persona firme su acta de reconciliación con su propia conciencia y pueda decirse para sí: La guerra ha terminado.

Rey de Reyes

La evolución espiritual humana no se mide a la par del desarrollo tecnológico. El hombre no es más por la religión que profesa, por la iglesia donde acude o por las comparsas religiosas que organiza. El recorrer las calles portando en brazos una imagen no nos acerca a Dios ni es paradigma de virtudes. La tonta o buena fe no se mide de acuerdo a la erogación económica efectuada o a la cantidad de espectáculos con los que se distrae a la gente.

No por afirmar que la creencia en una fuerza superior sea equívoca, o tenga que ver con la edad histórica que nos hallemos, mas, a pesar del recorrido que la humanidad lleva en el planeta, aquella idolatría o paganismo propios de las épocas anteriores a Cristo, aún persisten en erróneas manifestaciones de nuestro siglo.

La adoración a trozos de madera o yeso, el infundado recogimiento ante imágenes son demostración de pobreza espiritual y mental. Si lo hiciésemos por amor al arte, en el mejor de los caos, sería igual a postrarnos con reverencia ante “Las señoritas de Avignon” de Picasso o ante “La persistencia de la memoria” de Dalí.

El templo está en el interior de cada ser humano. “Parte un leño y ahí estoy yo, levanta una roca y me encontrarás”. Dios no necesita intermediarios. La comunicación con Dios no es vía celular, cura ni pastor. Dios no necesita agencias para receptar oraciones ni diáconos disfrazados que ocultos tras su bordado traje, escondiendo sus inmundicias, utilizan la inocencia de la gente para a costa de ella enriquecerse y ejercer un mal ganado poder.

No con esto pretendo abordar a una religión en particular porque todas ellas son bien organizados sistemas de opresión; empresas que compiten por un clientelismo espiritual; enmascarados negocios donde un grupo de hábiles conductores se aprovechan y disfrutan de la ingenuidad o el mal momento de otros. Si en algo Marx tenía razón, era en afirmar: “La religión es el opio del pueblo”. El Dios vivo está cada día junto a nosotros para ser amado en la figura de nuestra propia familia, en el rostro de aquellos vecinos, clientes, empleados, compañeros de trabajo a los que muchas veces cuesta soportar, pero, al fin y al cabo, representan el reto diario para respetarlos y vivir en armonía.

Dios no reside en un templo barroco ni aguarda en la comodidad de un copón de oro. Cada día permanece en una esquina, en cualquier parque. Sentado con su cajuela de lustrar zapatos; tras el burdo escritorio de cualquier edificio; pudriéndose de enfermedad o soledad en un asilo; angustiado entre torres de dinero y una retaceada vida. No espera que se le edifique un altar, pero, confía que se le tienda la mano cuando viste de emigrante, cuando no cuando no tiene trabajo o simplemente cuando requiere de un hombro para llorar.

Si edificamos al ser humano estamos dando tributo a Dios. Si construimos con lealtad nuestra propia vida estamos caminando hacia Él. Es tiempo de no dejarnos engañar ni servir de ovejas para pastores o instituciones que más que nuestro bien, esperan nuestros diezmos. La lucha entre el bien y el mal será eterna, pero cada batalla partirá de nuestra conciencia, que es el lugar donde debemos triunfar.

La aventura de leer

Leer es encender toda una aventura que se desata entre un escritor que concibió sus líneas con la idea de trascender y un lector que premeditada o espontáneamente tropezó con ese texto. La lectura se transforma entonces, en el enfrentamiento de dos mundos, que al hallarse, se entremezclan entre sí, se reinventan, se recrean y erigen otra dimensión más allá de lo creado, porque todo lector tiene la posibilidad de ser el nuevo inventor de un mundo que nace a partir de cualquier experiencia lectora. Tomo las palabras de Mary Edith Murillo Fernández: “Basta con escoger el libro que nos hechizará, abrirlo y leerlo, no es más, el resto…es aventura”.
Desgraciadamente, no todo individuo arrimado a un texto puede recibir el título de lector. Unos leen por matar el tiempo, otros por obligación, otros por necesidad. Estas actitudes frente a la lectura, los vuelve meros leedores; es decir, personas que llegan a descifrar un texto, pero, no van más allá del superfluo dato. Transeúntes efímeros sobre palabras escritas que inesperadamente llegaron a sus manos; mensajes restringidos a un hecho deportivo, un horóscopo, un chisme de farándula o alguna literatura de tercera clase.
El auténtico lector selecciona lo que lee, discierne lo apreciable de lo trivial; no infesta su mente con literaturillas; sabe que la vida no es suficiente para leer todo lo bello y grandioso que se ha escrito en el devenir de la humanidad. Con pasión, se sumerge ávidamente entre ideas, expectaciones y palabras, que no solo le informan, sino que lo conmueven. Así: reacciona, critica, analiza, se interroga. A partir de su práctica emprende nuevas cruzadas hacia otros destinos con mayores retos para leer. Para él, la lectura es una catapulta que lo impulsa a otra experiencia de mejor nivel, donde hallará nuevos conceptos, distintos términos, otros universos producto de la inagotable inteligencia humana que perdura y perdurará gracias al inquebrantable poder de la escritura.
El indiscutible lector, convierte un texto en el sabio que lo direcciona. De él aprende con entereza, arrojo u osadía, pero también con amor, porque la lectura es una actitud de entrega al servicio del espíritu individual, fortalecido este, puede proyectarse sin egoísmo hacia la solidaridad con otros seres, y este actuar personal es el mejor ejercicio de libertad. Nadie puede atar la mente de un varón o una mujer adiestrados en el leer. De ellos se desprenden los juicios de valor, la creatividad, el razonamiento que extermina la violencia. Los lectores son engendradores de nuevos textos. Padres y madres de trascendentes ideas.
Más allá de la holgazanería mental o lo vegetativo de muchos entretenimientos propios de una descarnada tecnología que deshumaniza y destruye, la lectura siempre será el único camino para el crecimiento intelectual. La responsabilidad con que asumimos esta ineludible necesidad se convierte en un acto moral donde la fascinación, el éxtasis de una sabiduría bien ganada nos da un sitial de privilegio en la sociedad a la que pertenecemos.