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sábado, 29 de octubre de 2011

Sobre el Escudo Nacional del Ecuador

El Escudo de Armas del Ecuador fue adoptado oficialmente por el Congreso el 31 de octubre de 1900, logrando la implementación presidencial del General Eloy Alfaro Delgado el 7 de noviembre de 1900. Días después, el 5 de diciembre, el decreto se publicó en el Registro Oficial. Para muchos, este emblema puede constituirse en recordatorio de las glorias pasadas de un pueblo, para otros es la misma Patria que pervive en su colores y símbolos, para los más escépticos no pasa de una triste figura donde protervos tiranos se cubren de ficticio patriotismo para oprimir al pueblo. Sea cual fuese la perspectiva, un distintivo patrio no deja de crear un sentido de pertenencia al sitio donde habitamos, al lugar de donde obtenemos el trabajo, el pan, el amor, es decir, la tierra que soporta nuestros pies y donde, salvo excepciones atemporales, volveremos para tornarnos polvo.
Poseer un gallardete que representa a la Patria es señal de pertenecer a una tierra, a un país, que si bien hoy, como el caso de Ecuador, es destruido por las malas prácticas políticas, no deja de ser el lugar donde nacimos y por el cual debemos luchar para que sea grande. El Escudo Ecuatoriano con su mágico paisaje en el cuerpo central, donde el Chimborazo, Rey de los Andes, da vida al caudaloso Guayas aún aguarda esa aspiración de unidad nacional, esa derrota necesaria contra un regionalismo que, aunque lo neguemos, recorre silencioso entre nuestras gentes. Aquella opulenta vegetación de las riberas del río todavía añora el real desarrollo, el incremento de la agricultura, el comercio, el turismo, las nuevas búsquedas de campos investigativos orientados al avance tecnológico en consonancia con el mundo moderno. La embarcación que figura en el Escudo, representación exacta del buque a vapor "Guayas" construido en el Astillero de Guayaquil el año 1840, y que se dice fue la primera nave fabricada en la América del Sur, todavía parece anclarnos a un pasado donde deificamos notables muertos, pero sin la idea de asumir nuestro compromiso con el presente. Los héroes de la historia tuvieron su instante; ahora nos corresponde a nosotros elevar el espíritu para buscar una nueva nación donde no reine la tiranía, la intolerancia, el abuso de poder, la mentira, la falta de libertad de expresión, porque estos son los males que destruyen a las sociedades y esclavizan a hombres y mujeres. Empecemos por el respeto hacia nuestros símbolos patrios. Celebremos con civismo el 31 de Octubre como Fiesta del Escudo de armas; no permitamos que costumbres de otras naciones nos dominen y cautiven como si fuésemos seres bobos sin autonomía ni identidad. No desmerecemos las prácticas de ninguna cultura porque todas son inapreciables, pero en Ecuador, por ejemplo, a propósito de la coincidencia de festejos, pensar celebrar el día de brujas es pisotear la grandeza de nuestra familia, de nuestra tierra, de nuestros ancestros.
Un pueblo es merecedor de un símbolo cuando lo que hace en el presente ilumina el sendero para las nuevas generaciones.

martes, 25 de octubre de 2011

El fin de un malvado

La noticia de la muerte del dictador libio Muamar Gadafi despierta opiniones contradictorias en la comunidad mundial, sobretodo en personas que de cierta manera buscan permanecer neutrales frente a la forma como se practican y defienden los Derechos Humanos. Mirar el maltrato en contra de una persona, verla inerme frente a una turba enardecida resulta un espectáculo canibalesco para un siglo XXI al que lo denominamos civilizado. Pero si analizamos a profundidad, podemos hallar que atrás de estos actos está inmerso un profundo sentimiento de rabia contenida. Una muchedumbre que agrede a un hombre que parece indefenso no lo hace sin un impulso que justifique, aunque primariamente, sus actos sabe que ese individuo tiene un pasado que lo condena, que son sus propios actos los que lo llevan a una situación de fatalidad como en este caso. Y es que para nadie fue desconocida la maligna fama del Coronel Gadafi. Que sus desquiciados seguidores lo mencionen como líder, revolucionario o mártir, según los más desatinados, no justifica la cantidad de crímenes fomentados por este hombre, quien hoy seguramente descansa en la paz de los infiernos.
Es cuestionable que el ultraje a un ser humano se exhiba explícitamente como un espectáculo al estilo del antiguo coliseo romano, pero lo que parece ser justicia humana, se podría entender como ley de la vida. Cuando se trata del final de un tirano, un genocida, el mundo siente liberarse de una terrible plaga. No nos alegramos frente a la muerte de nadie, solo reflexionamos que según los actos puede ser la muerte. Arrimando el hombro a la Biblia valdría rememorar aquel versículo de: “Quien a hierro mata a hierro muere”. Lo cierto es que este deceso cierra un capítulo negro en la historia del mundo, no solo de Libia, porque el sufrimiento, la explotación, la guerra de un pueblo es el dolor de toda la humanidad.
Es doloroso, pero a los tiranos no se los puede combatir de otra manera, son seres despiadados que no respetan la vida de nadie; así, no tienen calidad moral para pedir clemencia cuando ellos revestidos de poder fueron sanguinarios e inhumanos; además, esta muerte frente a más de cuarenta años de reprimenda en contra de una nación es leve castigo que no mitiga en lo mínimo el padecimiento de tantos inocentes.
Lo positivo de este trágico suceso sería que los tiranuelos o aprendices de dictadores, que campean por cualquier país del mundo, miren las cruentas escenas de la muerte de Gadafi; aprendan de este catastrófico final, nada irreal para cualquier gobernante perturbado, porque un pueblo saturado de intolerancia, maltrato, censura a la libertad, es la peor fiera para los opresores. Los gobernantes deben aprender que sus países no son sus haciendas; que si son intransigentes, ciegos y déspotas tarde o temprano pueden tener un final atroz. Aprendan queridos gobernantes: El mal, la tiranía, las villanías para perennizarse en el poder tarde o temprano se terminan y es la justicia de la vida quien factura por los actos cometidos. Ojalá que ni en América latina ni en ningún lugar del planeta tengamos que volver a observar el fin de un malvado, porque aunque duela verlo, solo se cumple la sentencia: “El que siembra cosecha”.