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martes, 4 de noviembre de 2014

Educación y sociedad

Vivimos en una sociedad globalizada, una sociedad del conocimiento, una búsqueda por escapar de la pobreza arraigada más en nuestra cotidianidad a donde la mejora de la calidad de vida se torna un mito. En un contexto como el ecuatoriano, donde se publicita un soberbio triunfo educativo, en contraposición a una realidad donde la educación se ha transformado en refugio para profesionales que optan por este camino como última opción de empleo, no podemos hablar de logros educativos trascendentales; estos no se buscan en función del bien social sino como mecanismo para favorecer a intereses de grupos nacionales e internacionales de poder a quienes se les debe abastecer de obreros, mano de obra barata,  seres estandarizados con ideología alineada a  un gobierno centralizado.

Un segundo punto se visualiza en la subsistencia diaria del simple ciudadano para quien cada día es un espacio de supervivencia frente a leyes represivas, mayores gravámenes, feroces amenazas tributarias y una pobreza evidenciada en: el desempleo, la delincuencia, el retroceso económico, que contrasta con elefantes blancos: “Obras trascendentales” de una revolución anclada en la publicidad (con serias deficiencias, inoperancias o sobreprecios). Entonces nos preguntamos: ¿Cuál es el tipo de sociedad que queremos tener? De acuerdo a las políticas actuales nos quedamos en una sociedad descontenta,  pobre, sin más expectativas que una equidad en la miseria y el desamparo a donde ni siquiera el derecho a la justicia o la libertad de pensar es posible. El fin de formar y mantener una masa ovejuna es quizá el gran Plan Nacional, que aletarga a las mayorías y da espacios de crecimiento a un minúsculo grupo de colaboradores gubernamentales bien alineados y obedientes al Ejecutivo quienes con su gestión favorecen la institucionalización de estas políticas.

El cambio en la educación es necesario. Su actualización, fortalecimiento, evaluación y más aspectos de crecimiento son ineludibles, pero estos deben ser coherentes con una sociedad que realmente brinde equidad sin injerencias políticas.  Una sociedad en donde la balanza de poderes se equilibre entre las políticas estatales y el real bien ciudadano. Esto se consigue con un currículo no manejado subliminalmente hacia la criticidad sin criterio, es decir a pensar que es correcto solo lo que el sistema, el texto o la autoridad educativa disponen.  Se logra con una verdadera inversión en el talento humano que dirige lo educativo, pero esto no tiene que ver con asesores, auditores o más rangos de mando acomodados a conveniencia política. Me refiero al docente común, a ese hombre o mujer angustiados por defender una plaza laboral sobre la base de una burocratización que los sumerge en vanos informes, papeleos inútiles; frente a, muchas veces, autoridades educativas más temerosas de defender su condición que el desarrollo educativo. Si no se parte de la base esencial de la educación que es el docente y se mejora su dignidad, su autoestima, su vida financiera que hoy lo arrincona mentalmente a engañarse que trabaja por vocación sublime, al estilo de los santos medievales, en desmedro de su salud, el cobijo de sus necesidades básicas o un futuro de digna ancianidad, no podremos contar con una consistente mejora educativa. Los cálculos, las estadísticas o spots publicitarios pueden destacar lo contrario y a fuerza de repetirse pueden trastocar la mentira en verdad, pero el progreso se mira en la calle, en el día a día, en la seguridad con que vemos progresar a nuestras juventudes para quienes se aspira una realidad distinta a la que ahora vivimos.