Una vieja leyenda refiere la vida
de un rey que en cierta ocasión pidió a uno de sus sabios entregar una caña de
bambú al hombre más tonto que encontrase. El fiel siervo, luego de recorrer
largo tiempo en busca del elegido volvió un día al lecho del rey y lo halló
sumamente enfermo. Al contemplar al monarca, el hombre vio como este lamentaba
tener que dejar este mundo donde cuantiosas posesiones había acumulado, el rey sentía
dejar trono, fama, privilegios, y se aferraba con desesperación a ellos. Ante
esta actitud el erudito dio por terminada su búsqueda y entregó la caña al
mismo rey.
No es extraño vislumbrar en el
mundo actitudes desorbitadas, cínicas y extremas en personas que por sobre la
mínima lógica quieren mantener su poder o servirse de este para satisfacer su
ego. A través de la historia, monarcas, emperadores, presidentes y más
individuos que han ostentado el poder no han reparado en medios para
perennizarse en él. No han escatimado el sacrificio de pueblos enteros, la
muerte de innumerables inocentes; en muchos casos se han valido de la violencia,
el engaño, el fraude y más artimañas que validen su posición; han resultado
victoriosos en sus artilugios, mas, al momento de enfrentar la única e
inquebrantable justicia humana, al instante de la llegada de la enfermedad y la
muerte ya no hay treta que funcione, ya no hay enmienda, fraude electoral,
engaño informático ni acuerdo o conveniencia que salve al desdichado.
Aun así, la necedad de quebrantar
el orden natural, la pertinacia de desafiar lo inevitable, torna a esta clase
de individuos en incorregibles maniáticos. Su obsesión por la fama, el poder,
los ha quebrantado al punto de perder su misma dignidad de seres humanos, al
punto de ni siquiera acceder con decoro, con honor al solemne encuentro con la
muerte, que nos guste o no, debe invitarnos a reflexionar sobre el buen legado
que dejamos, sobre lo correcto que hacemos, no para beneficio personal sino
para el bienestar de otros.
Y alrededor de estos actos e
individuos se hallan otros seres, más despreciables aún, quienes a manera de
carroñeros rondan al necio para recoger lo que acumuló, para seguir el legado
de insensatez y convertirse en los futuros necios. Incluso no reparan en volver
sobre los huesos del caído para hacer de estos un símbolo de martirio y así
alimentar mentiras que los mantengan en el poderío. Luego de la muerte de uno
de estos virulentos seres, viene lo más peligroso: el legado de odio,
separación y desconfianza que deja entre los que tuvieron la desdicha de
padecer bajo su dominio; muchos abogarán por él como un héroe, un mártir, así es
la pobre esencia humana que vencida por
la misericordia, la ignorancia o la lástima tiende a endiosar a sus opresores,
olvidando que el mal que hicieron vence las disimuladas bondades con las que
intentaron cubrir sus desaciertos. Por su parte, los más cuerdos, en silencio y
con el temor de que los tentáculos del monstruo sigan lastimando desde el más
allá, solamente respirarán con un poco de sosiego y con la esperanza de que
luego de tan nefastas sombras puedan llegar días de luz y justicia.