Para nadie es ajena la en extremo
mentada importancia que tiene el educador en la vida de una sociedad. Complejos
estudios académicos, diversos artículos, pomposas sentencias, hiperbólicos versos,
y lo que queramos imaginar, se agolpan en nuestro cerebro para exaltar tan
noble profesión. Tal es así, que en nuestro país el puntaje para el acceso a
esta carrera universitaria es bastante considerable, en relación a otras profesiones,
lo que da espacio para creer que esta es una de las metas profesionales con mayor
demanda en la población, y que son muchas las personas que anhelan llegar a las
aulas para compartir sus conocimientos. Quizá con esta perspectiva, en su momento,
el gobierno nacional pretendió instaurar la idea de que todo aspirante a docente
posea títulos estrictamente pedagógicos para así laborar con efectividad en las
líneas del magisterio.
Siguiendo los pasos de la
historia, meses atrás, por medio de diversos espacios comunicativos, se abrió
la convocatoria para “La profesión de las profesiones” y no era raro
encontrarnos con deslumbrantes pancartas, anuncios vía internet o spots en televisión
pagada, invitando a participar en este proceso, pero, ahora ya no únicamente a profesionales
con título docente, sino a cualquier interesado en la rama educativa, con este,
al parecer, trivial antecedente, surge una de las abismales debilidades del
sistema educativo. Muchos de los neo aspirantes han sido capacitados en otras
carreras y sus perspectivas, de seguro, no estaban encaminadas hacia la
cátedra. En pocas palabras, existen un sinnúmero de profesionales que, sin
desmerecer sus experiencias o habilidades en sus áreas específicas, no cuentan
con una sólida formación ni aptitud pedagógica.
Es indiscutible que en Ecuador se
han dado necesarios cambios en el quehacer educativo. Aspectos como: la implementación
de un nuevo currículo, creación de diversos programas escolares, entrega de
textos y uniformes, evaluación de aprendizajes, gestiones educativas y
desempeño docente, son puntos que necesariamente debían abordarse, pese a que
en estas reformas se nota la falta de coherencia de quienes, a la vanguardia de
los cambios, parecen no haber jamás pisado un aula escolar y direccionan erradamente
sin conocer la realidad educativa del país. Pecado perdonable, si pensamos que
cada gobierno tiene su visión propia de la educación, y esta, aún no es
manejada como una política de Estado que busque favorecer desinteresadamente al
pueblo.
Pero, lo imperdonable en esta reconfiguración
educativa, se produce en su parte medular. El docente, los queridos maestros y
maestras de mi Patria, en su gran mayoría, porque nadie puede excluir las
innatas vocaciones, acceden a las aulas como una segunda opción, es un: “me
hago profesor porque ya no hay más”, “tengo
qué ocuparme en algo” o “si no consigues trabajo en la profesión que estudiaste,
sería bueno que te hagas aunque sea profesor”. Sé que ante esta postura
surgirán cientos de detractores que refuten, a costa de defender sus intereses,
lo que afirmo, pero si hablamos con honradez, esto ocurre en nuestro sistema educativo,
y mientras no se mejoren las condiciones de empleo, los niveles de calidad en el
ingreso económico y se levante la autoestima del educador, de nada servirá que
se erijan elefantes blancos con el
nombre de “escuelas del milenio” o universidades de educación. Mientras se siga
en la perspectiva de que ser maestro es una profesión para pobres que no tienen
otra opción de empleo, de nada servirán las cargas de informes, planificaciones
ilusas o reformas que disfracen este gran mal del sistema educativo
ecuatoriano, porque la educación en las aulas
la hace el maestro y no los burócratas que planifican sin norte ni juicio, peor
aún aquellos, que a sabiendas que un pueblo ignorante es fácilmente gobernable,
buscan generar mayor pobreza intelectual.