Vivimos en una
sociedad globalizada, una sociedad del conocimiento, una búsqueda por escapar
de la pobreza arraigada más en nuestra cotidianidad a donde la mejora de la
calidad de vida se torna un mito. En un contexto como el ecuatoriano, donde se
publicita un soberbio triunfo educativo, en contraposición a una realidad donde
la educación se ha transformado en refugio para profesionales que optan por
este camino como última opción de empleo, no podemos hablar de logros
educativos trascendentales; estos no se buscan en función del bien social sino
como mecanismo para favorecer a intereses de grupos nacionales e
internacionales de poder a quienes se les debe abastecer de obreros, mano de
obra barata, seres estandarizados con
ideología alineada a un gobierno centralizado.
Un segundo punto se
visualiza en la subsistencia diaria del simple ciudadano para quien cada día es
un espacio de supervivencia frente a leyes represivas, mayores gravámenes, feroces
amenazas tributarias y una pobreza evidenciada en: el desempleo, la
delincuencia, el retroceso económico, que contrasta con elefantes blancos: “Obras
trascendentales” de una revolución anclada en la publicidad (con serias
deficiencias, inoperancias o sobreprecios). Entonces nos preguntamos: ¿Cuál es
el tipo de sociedad que queremos tener? De acuerdo a las políticas actuales nos
quedamos en una sociedad descontenta, pobre,
sin más expectativas que una equidad en la miseria y el desamparo a donde ni siquiera
el derecho a la justicia o la libertad de pensar es posible. El fin de formar y
mantener una masa ovejuna es quizá el gran Plan Nacional, que aletarga a las
mayorías y da espacios de crecimiento a un minúsculo grupo de colaboradores
gubernamentales bien alineados y obedientes al Ejecutivo quienes con su gestión
favorecen la institucionalización de estas políticas.
El cambio en la
educación es necesario. Su actualización, fortalecimiento, evaluación y más
aspectos de crecimiento son ineludibles, pero estos deben ser coherentes con
una sociedad que realmente brinde equidad sin injerencias políticas. Una sociedad en donde la balanza de poderes se
equilibre entre las políticas estatales y el real bien ciudadano. Esto se
consigue con un currículo no manejado subliminalmente hacia la criticidad sin
criterio, es decir a pensar que es correcto solo lo que el sistema, el texto o
la autoridad educativa disponen. Se
logra con una verdadera inversión en el talento humano que dirige lo educativo,
pero esto no tiene que ver con asesores, auditores o más rangos de mando
acomodados a conveniencia política. Me refiero al docente común, a ese hombre o
mujer angustiados por defender una plaza laboral sobre la base de una burocratización
que los sumerge en vanos informes, papeleos inútiles; frente a, muchas veces,
autoridades educativas más temerosas de defender su condición que el desarrollo
educativo. Si no se parte de la base esencial de la educación que es el docente
y se mejora su dignidad, su autoestima, su vida financiera que hoy lo arrincona
mentalmente a engañarse que trabaja por vocación sublime, al estilo de los
santos medievales, en desmedro de su salud, el cobijo de sus necesidades
básicas o un futuro de digna ancianidad, no podremos contar con una consistente
mejora educativa. Los cálculos, las estadísticas o spots publicitarios pueden
destacar lo contrario y a fuerza de repetirse pueden trastocar la mentira en
verdad, pero el progreso se mira en la calle, en el día a día, en la seguridad
con que vemos progresar a nuestras juventudes para quienes se aspira una
realidad distinta a la que ahora vivimos.