Hay un imperio
donde se vuelve delito manifestar lo que se piensa; donde elevar la voz en
contra de lo irracional se pena con la persecución, la clausura de la
conciencia, el cierre de las tribunas de expresión. Un imperio cegado por la
ambición, por el odio insensato, por la desmedida ambición por el poder. En
este reino las bocas que pronuncian la palabra libertad son condenadas como
inoperantes o mentirosas, por la única razón de no pensar igual que el líder
del reinado.
Brota entonces el temor en los ciudadanos, la
gente se vuelve lánguida, silenciosa, como si esperase un estruendo para
despertar del aletargamiento en el que ha caído, luego que las bocas de muchos
de sus coterráneos han sido amordazadas o desaparecidas.
Cuando las mordazas
cunden, se afirma con certeza que impera la tiranía. Esclavizar la voz,
censurar la palabra, poner cadenas a los pensamientos es el peor veneno en
contra de un pueblo. A la vez, un pueblo
que se deja silenciar, se vuelve un nido
de cobardes y donde hay cobardía no pueden existir mínimos derechos.
Tiranos en contra
de la libertar de expresión han existido y seguirán existiendo en cualquier
época. Ellos son resultado del autoritarismo individual, de la prepotencia que
no les permite respetar el decir de otros. Son seres limitados que se sienten
inferiores cuando alguien pone reparo a sus actos, y generalmente con violencia
acallan a quienes los critican.
Si es un ciudadano
común, el tirano de la palabra, a la menor ocasión embiste con ferocidad en
contra de sus detractores. Aunque ofende y hiere, su limitado comportamiento no
va más allá de las lindes de su entorno.
Mas, si este individuo, el opresor de la palabra, esta atrincherado en algún escaño de
autoridad, entonces es potencial peligro para sus gobernados, de quienes no
tendrá misericordia; a quienes acallará con insultos, reprimendas, destierros,
clausuras u otros medios de represión. Todo esto, amparado en corroídas leyes
que falsamente respaldarán sus actos.
¡Triste pueblo! ¡Triste
individuo el que ha sido vencido por la mordaza! Las mordazas no solo frenan la
palabra: Estancan la razón, desmedran el progreso de la intelectualidad, estancan
la grandeza del espíritu. Los amordazados beben su propia tristeza o
injusticia. Es por ello que ante los atropellos no debemos callar. Cuando hay
represión es cuando más debemos gritar. Cuando se nos ordene silencio a
sabiendas que impera la falsedad, es cuando debemos ser las luminosas lenguas
de la verdad. Y si refrenan nuestra oralidad, tenemos las letras que arden al
igual que la voz.
Si conocemos un
imperio así. Si somos acosados por manos que pretendan estrujar nuestros
labios. ¡No callemos! Unámonos junto a quienes quieren ser silenciados y seamos
el más agudo grito en contra de la intolerancia. Que nadie censure nuestra palabra porque está
escrito: “Cuando los bárbaros ordenen callar al pueblo para entronizar sus
injusticias, las mismas piedras hablarán a favor de la verdad”.