Texto y fotografías publicados en: Revista "Riobamba 2015"- 21/04/2015 |
Uno de los grandes inventos de la humanidad es la rueda; su aparición
en antiguas culturas como China y Mesopotamia, que data de hace más de 5.000
años marcó un giro trascendental en la actividad humana. Fue usada como
herramienta de alfareros, labriegos, guerreros y gente común quienes desde sus
inicios aprovecharon la cualidad del movimiento giratorio para mejorar su
sistema de vida en cuanto a trasporte, movilización y trabajo.
Arcilla, madera, piedra, cobre y más elementos que conformaron las primeras ruedas son
testigos de la evolución de este invento, de su perfeccionamiento, de su
crucial salto a la modernidad cuando en 1889, el inventor escocés, John Boyd
Dunlop patentara su neumático con cámara expandiendo el uso de la rueda en la construcción
de nuevas bicicletas y automóviles. Lo posterior pertenece a la era del
perfeccionamiento de los inventos mediante la mano de la tecnología donde el
neumático se replantea con nuevos materiales y altos estándares de
calidad.
La rueda permitió que algo tan cotidiano como la vista de un animal
atiborrado de carga sobre su lomo pudiera cambiarse por la imagen de un carro tirado
por este, lo que optimizaría una trasportación con menos tiempo y mayor cantidad de productos. Y esta, al parecer
insignificante imagen anclada en la memoria de varias civilizaciones, revela
uno de los grandes oficios de la humanidad: el carretero, definido por el
diccionario de la RAE como: “Hombre que guía las caballerías o los bueyes que
tiran de tales vehículos”, y que para el efecto de la presente publicación es
una pintura en extinción, un recuerdo memorable de algún pasado o un lejano
retrato de algún pueblo o ciudad perdida entre los ojos de los ancianos.
Imaginar el tránsito de un carretero en una Riobamba del siglo XXI, donde
la era automotriz es evidente en sus calles de circulación caótica, en sus
limitados espacios de estacionamiento, en la violencia de conductores, en las patibularias
carreras que provocan taxistas y buseros, podría volverse una escena pura de
Realismo Mágico, un fragmento de García Márquez similar a la de su Remedios la
Bella ascendiendo al cielo o a la de un
Buendía alquimista tratando de trasmutar su alma para luego convertir cualquier
metal en inestimable oro.
Imaginar el recorrido de un carretero en una urbe donde la vida gira en
torno a internet, tablets, redes sociales, reality show, podría ser causa de un
sueño perturbador, pero esta pintura surrealista, en nuestra ciudad, toma vida
por la avenida Lizarzaburu, por el mercado de San Alfonso, por la Veloz, la
Junín y otras arterias riobambeñas que entre sábado o miércoles presencian la
llegada de Ángel Mardoqueo Silva, con su carreta de madera, con su caballo
Lucero, con su solitaria historia que lo convierte en el último carretero de
Riobamba.
Don Ángel, hombre de mediana estatura, ojos claros, acrecentada barba, piel
blanca bronceada por el sol, voz clara que devela la férrea personalidad de los
mortales que han sabido enfrentarse con dignidad a los rigores de la vida, en una breve
entrevista realizada en el traspatio de su vivienda ubicada al norte de la
ciudad de Riobamba, en presencia de su caballo Lucero y su carreta, nos recibió
con la amabilidad de un sabio, con la ternura de un abuelo, en una mañana del
sábado 15 de abril de 2015. Nos contó que es oriundo del cantón Guano, hijo de
Javier Silva y Alejandrina Vilema, exactamente no conoce su fecha de nacimiento,
sus primeros años los ata a una niñez de pobreza donde por su trabajo recibía
dos reales por actividades de venta de dulce de panela y aguardiente. Era la
época cuando el pan se vendía al precio de cuatro unidades por medio.
Posteriormente, entre viajes y retornos por varios puntos de la Provincia
de Chimborazo, se dedicaría a la venta de leche, en ese entonces a un precio de
un sucre con veinte. Para la trasportación del producto, con sus propias manos fabricó
el cajón de su carreta, adaptó los frontales, las ruedas, y la ató a un burrito
que tiempo después sería sustituido por un caballo. Esta carreta le serviría
además para pequeños trabajos de transporte dentro de la Sultana de los Andes. Tal
actividad lo llevó a que el entonces existente Sindicato de carretoneros de la
ciudad lo presione para unirse al gremio, así se transformó en uno de los
cincuenta dueños de carreta que ejercían su oficio en años cuya memoria no le
ayuda a precisar. De la asociación recuerda que estos medios de trasporte, cuya
estación se ubicaba en la actual Plaza Alfaro, eran numerados, pagaban impuesto
al rodaje y en ocasiones los miembros participaban de celebraciones gremiales
donde gastaban lo que recaudaban.
Las carretas trasportaban gran parte de la carga que llegaba en tren
desde la costa; eran contratadas para llevar productos desde la estación hacia los hogares o puestos de negocio de las
personas que las alquilaban; sus servicios comunes fluctuaban entre cuatro o
cinco sucres aunque también eran requeridas para trasportar arena u otros materiales
para la construcción donde el valor del
trabajo ascendía a diez o quince sucres. Este modo de empleo fue reemplazado
paulatinamente por la implementación de los triciclos que sustituyeron a los
caballos haciendo que de a poco disminuyan los carretoneros, para quienes
resultó imposible continuar con la labor y egreso económico que implicaba
mantener a un equino. Don Ángel con nostalgia evoca como el sindicato fue
disminuyendo hasta ser únicamente él quien, gracias a una pequeña propiedad con
la que contaba en las afueras de la ciudad, pudo cuidar de su caballo y de su
carreta que lo acompañan hasta la actualidad.
Hoy la carreta persiste, mas no como el antiguo elemento de trabajo o
subsistencia. Es el medio de trasporte que Don Ángel utiliza en especial los
días miércoles y sábados cuando necesita ir de compras al mercado. Él y su rocín
se han aferrado al trabajo de la tierra. Don Ángel con probables 90 años define
que su vida actual es tranquila gracias a todo el trabajo realizado. Lo que ha
ganado en sus años de juventud lo ha heredado a sus hijos: Luz Ubaldina, Gloria
Elisa, Ángel Homero y Martha Victoria. Su
salud es buena pese a ciertas dolencias que sobrelleva con calma, a ratos le
agobia la soledad, la falta de la compañera que perdió hace mucho tiempo, pero
conjura la nostalgia trabajando con su azadón en pequeñas siembras que le dan
lo necesario para el sustento. Atrás
quedaron sus múltiples actividades de negocio como la reventa de ganado,
comercio que lo ejercía entre Guamote y Riobamba. Destaca como en el tiempo que
trasportaba aguardiente para la venta, debía necesariamente degustar el licor
para comprobar si era “buen trago” y de este forzoso paladeo, entre capacho y
capacho, en más de una ocasión terminaba rendido por los efectos secundarios. Con
claridad evoca a sus amigos de esta época: Lizardo López, Lucho Ortega, Rubén y
Salomón Uvidia, con quienes popularmente compartieron el negocio de la venta
del licor.
Don Ángel se define como un hombre de gustos simples al que le agrada
todo tipo de comida; quiere a todo animal, así lo aprendió según sus palabras:
“Desde guambra chiquito, cuando aprendí a montar en burro y desde ahí fui
acompañado por el burro, la mula, el caballo”. Recuerda las fiestas de San
Pedro, las invitaciones de los priostes, las peleas de gallos. En un momento de
la entrevista mira con detenimiento a su caballo del que afirma “puede ser el
último”. Evoca a sus antiguos alazanes: Polvorín, Fulminante, El choroto y
sobre Lucero cuenta que lo compró hace tres años en Guamote por ciento sesenta
dólares. Hay veces que su animal, gracias a su mansedumbre, es requerido en
tiempos de fiestas para tirar de una carroza, pero esta costumbre al igual que
el oficio de las carretas también se arrincona en el olvido.
Con una ojeada a su carreta que parece agobiada en la mitad del patio,
con unas fotografías junto a Don Ángel y Lucero concluimos tan amena plática
unida a nuestra sentida gratitud. Fue un retorno al ayer de un oficio que en su
momento aportó al progreso general, pero que tras la evolución del tiempo se
extravía en la memoria colectiva.
Un hombre de barba blanca
viaja sereno con su carreta
peregrina
con sus ojos profundos
con su soledad insondable
con su caballo que es
pacífico aleteo.
Lo escuchamos transitar
tras el río de los autos
escuchen lo que dicen las patas
de su caballo
sus herraduras,
cicatrices hondas en el
asfalto de la tierra.
Mírenlo volar bajo la
lluvia
mírenlo conquistar la
cumbre de la serranía
coronarse como el jinete
puro
junto al rocín que
trasciende.
Escuchen su galope que es
el mar
su libertad que es un
himno;
escuchen como la carreta
asciende,
como su herradura
silenciosa
nos espolea tras otras
latitudes.
Miren a este Quijote que
sin Sancho ni Dulcinea
nos convida la esperanza y
la memoria.