El mundo se halla
perplejo tras el sanguinario ataque a la ciudad de París. En una era de
modernidad, de alta tecnología, de amplias líneas de negociación
política y diplomática nos vemos retrocedidos hacia la más cruenta
barbarie. La humanidad de este siglo es quizá
idéntica a la de las hordas primitivas, a la de los Hunos de Atila, a la
de los antiguos colonizadores que a sangre y muerte implantaron
costumbres, idioma o ideología.
En pleno siglo XXI
vemos el despertar de odios radicalizados, de distas sociales más
profundas, de un recrudecimiento de la violencia que puede conducirnos a
conflictos inimaginados. Este ataque al corazón
de Francia es la apertura oficial para el incremento de una guerra que
ya se libraba de forma silenciosa desde hace mucho tiempo, pero que hoy
se expande hacia diversos frentes, porque en el afán de combatir el
terrorismo se sacrificarán muchas libertades, vidas y conciencias. No
digo que se obvien los abominables hechos de estos grupos extremistas.
Por desgracia, hay que perseguir a los culpables hay que aplicar cuanta
estrategia sea necesaria para que estas acciones no se repliquen en
Europa ni en ningún lugar del planeta, pero en
este esfuerzo, ¿los medios que utilicemos para ello no nos colocarían
acaso al mismo nivel de los grupos que combatimos?
Quizá la imposibilidad
para que lleguemos a vivir en una sociedad armónica se debe a que cada
persona, grupo, raza o nación se considera dueña de la razón absoluta y
mira hacia los demás como los bárbaros que viven de forma equivocada.
Aún persiste en la naturaleza humana el gen mental que nos clasifica
como buenos y malos o esto es el pretexto para que determinados
grupúsculos gobiernen sobre las masas y disfruten de los privilegios
absolutos del poder. La violencia se apodera de nuestras sociedades y
esa es la tónica bajo la cual tantos regímenes gobiernan. En escala
menor, América Latina también es copartícipe de esta segmentación de la
sociedad civil; países como Venezuela se hallan polarizados en disputas
generadas por un tiranuelo que, aún bajo tierra, sigue siendo excusa
para la rivalidad, la persecución, el odio. Ecuador vive un
fraccionamiento creado bajo argumentos como el del “pelucón” que aplasta
al desposeído, del tirapiedras que se opone al político honesto, por
citar un par de erróneos planteamientos.
La violencia social se
engendra por el egoísmo desmedido de quienes buscan el poder, no son
luchas idealistas sino intereses mezquinos de diestros manipuladores que
embozados tras un falso atuendo de líderes religiosos, políticos o
revolucionarios sacrifican al pueblo para sus fines individuales y esta
es la peor violencia porque enfrenta a gente inocente que hábilmente
engañada se vuelve servil y fanática.
Nos unimos al dolor de
todos los abatidos en la Ciudad Luz, condenamos cualquier tipo de
violencia basada en la segregación, la manipulación política, la
discriminación racial o religiosa. Anhelamos una colectividad que avance
hacia la civilización y sepulte la barbarie que nos vuelve menos
personas.
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