Ponencia presentada en el III ENCUENTRO
DE LIJ – RIOBAMBA 2019
–¿Para qué sirve la literatura? – preguntó un reportero a
José Saramago.
–Para nada –contestó Saramago.
–Pero, ¿por qué para nada? ¿No resulta extraño que un maestro
como usted afirme que la literatura no sirve para nada?
–Para nada –confirmó Saramago. Y agregó–: Tome usted las
obras literarias más notables, las de Occidente si quiere, que son las más
cercanas a nosotros; tome las que mejor hayan puesto el dedo en la llaga de la
miseria humana; tome usted, por ejemplo, las tragedias de Sófocles, la Comedia
de Dante, El Quijote, los dramas y tragedias de Shakespeare, las novelas de
Kafka, Tolstoi, Dostoievski, Musil, Camus, Sartre, las que quiera, y estará de
acuerdo conmigo en que ninguna de esas obras –ni todas ellas en conjunto- han
logrado cambiar un ápice la historia de la barbarie humana.
–Muy bien, señor Saramago. Entonces, dígame ¿para qué escribe?
–Ese es otro cuento –dijo Saramago-. A mí sí me ha servido para querer más a
mis perros, para ser mejor vecino, para cuidar las matas, para no arrojar
basura a la calle, para querer más a mi mujer y a mis amigos, para ser menos
cruel y envidioso, para comprender mejor esa cosa tan rara que somos los humanos.
Con esta introducción doy paso a una serie de aspectos que de
seguro quedarán inconclusos en los cortos minutos de los que dispongo. He
planteado este breve relato porque invita a comentar sobre una pregunta que se
ha debatido en tantas ocasiones y que ha sido motivo de dilatadas explicaciones
de entendidos y nada entendidos, en este peregrinaje, asignatura, modo de vida,
arte o como usted quiera llamarlo que se conoce como literatura y que forma
parte del dilatado programa académico donde se plantean sus formas o estrategias de enseñanza.
Y más que responder una pregunta, me cuestiono a mí mismo
sobre si: ¿alguien realmente enseña literatura? o esto es una ficción como
muchas de las ilusiones que vemos desfilar entre las aulas donde una gavilla de
conceptos, evaluaciones, recursos didácticos, dicen avalar la existencia de una
cátedra de la que luego de aprobada nadie se acuerda.
Es que enseñar literatura equivale a que alguien nos enseñe a
enamorarnos y en ese afán, nos confronta
a una serie de modelos u opciones en
variados tamaños, colores, razas, que quizá puedan atraernos, pero en sentido
amplio entorpece nuestra propia decisión porque nadie te enseña a soñar,
imaginar, deleitarte o llegar al éxtasis personal. No hay una clase que enseñe literatura y peor aún si esta se
basa en una ideología política preconcebida donde un currículo escolar
direccionado de forma vertical por burócratas sin juicio ni conocimiento pretenden
llenar una plaza académica.
En sentido amplio afirmaría que la literatura no se enseña,
se comparte, se contagia a través de la pasión de quien también disfruta de la
magia de los textos; es similar a la compañía de ese amigo a quien le fascina
el futbol, el básquetbol o cualquier deporte y que, aunque a ti no te atraigan
las prácticas deportivas, a invitación constante de aquel amigo que goza con el
juego, tú también terminas corriendo atrás de una pelota y disfrutando de
aquello, no con el fin de ir a una olimpiada o ganar un torneo, simplemente por
el gusto o la satisfacción de hacerlo. Por esto más que responder a cómo enseñar
literatura reflexionaría en lo que no se debe hacer ante esta mal direccionada
consigna que se impone en las aulas.
Tenemos dos mundos que enfrentan a la literatura en el aula.
El uno es aquel que llega desde la alta esfera del sistema educativo,
descarnado como un rayo de Zeus, para imperativamente decir lo que se debe
enseñar, leer y ejecutar en los salones de clase; un sistema punitivo que
arrincona al maestro a temáticas y textos seleccionados por gente que quizá
jamás leyó un libro. La literatura no
debe percibirse como un proceso difícil; el gusto por ella no se logra a través
de la imposición. En acto contrario, la escuela, con destacadas excepciones, circunscribe
la literatura a un trabajo teórico y poco agradable; se centra en elaboración
de resúmenes, biografías o memorización
de datos que confluyen en una prueba donde hay todo menos literatura.
Otro inconveniente en la práctica literaria radica en forzar
a la literatura a concluir con una moraleja o aprendizaje, no con esto sostengo
que sea indebido el reflexionar o aprender a través de ella, no obstante, el
fin primero de esta, es el deleite, el gozo personal que sentimos cuando a
través de las letras descubrimos nuevos mundo o nos redescubrimos al
reflejarnos en la vida o acciones de los personajes sin que necesariamente esto
conlleve a una calificación. La literatura puede plantear otras propuestas que
podrían entenderse como educación imaginativa como: dramatizaciones, uso de
títeres, creación de trabalenguas,
canciones, adivinanzas, talleres creativos, debates y otros aspectos que
analizaré más adelante.
Otro gran desfase en las aulas es la gramaticalización de la
literatura donde el fin es enseñar la estructura de la lengua y no el potencial
que la literatura puede brindarnos para fortalecer la imaginación; priorizar análisis
métricos, gramaticales y sintácticos, limita las posibilidades que ofrece la
literatura para generar aquellos, al parecer inconcebibles sueños, que tarde o
tempranos pueden ser una increíble realidad.
Por otra parte, uno de los errores más comunes es negar el
espacio a que los estudiantes creen literatura, la experiencia de la lectura
literaria se completa con la expresión escrita; nadie es el mismo luego de la
lectura de un texto y todos los detonantes que este provoca conduce a que
reconfiguremos nuevas ideas necesarias y válidas para compartir con nuestro entorno,
por tanto es inconcebible pensar que un estudiante no pueda crear o plantear
nuevas formas de expresión.
Pero para no incumplir sobre la temática sobre la que se me
ha pedido reflexionar, podría añadir que si ya estamos embarcados en la empresa
de “enseñar literatura”, esta debería ser tan natural y simple como lo que
hacemos en los primeros años en la vida de un niño. Recordar el inicio oral de
la literatura que de generación en generación nos acompaña con versos, rimas,
nanas, leyendas, adivinanzas. El niño asume la literatura como un espacio donde
disfruta, sueña e imagina, es el arquitecto de sus propias imágenes, sin
embargo no lo hace como un aprendizaje direccionado; ¿acaso existe una madre
que haya dicho a su pequeño; esta mañana vamos a comentar críticamente la
canción de Pin pon o vamos a realizar el análisis hermenéutico de Blancanieves
o quizá una esquematización de valores sobre Juanito y las habichuelas?
Vuelvo a insistir que la literatura es una experiencia de
placer personal, hoy más que nunca donde el desarrollo de una sociedad
altamente alfabetizada con honda presencia de medios audiovisuales ha mutado
los usos lectores, la producción y publicación de obras literarias dentro de
una sociedad de consumo con una cultura internacionalizada, la literatura se
constituye en un bien cultural de acceso libre, diverso y autónomo. Las nuevas
generaciones de lectores, marcadas por la tecnología tienen una relación y una
forma muy diferente de leer, crear y construir información; frente a este nuevo
momento histórico, es fundamental conocer quiénes son nuestros nuevos lectores,
imbuirnos en sus historias, su lenguaje,
sus intereses y sus temáticas. Si en otra época nos deleitamos con obras
literarias consideradas icónicas, deberíamos pensar que quizá el hablar sobre
ellas ya no es el imán que buscamos para atraer a los lectores de este milenio
quienes tienen su propio canon formado por sagas de magos, vampiros, demonios, reinos
tridimensionales, libros que conforman extensas trilogías, lo que demuestra que
no es cierto que la lectura esté en crisis o que los jóvenes no lean. Al
contrario los jóvenes leen con entusiasmo pero no leen aquello que los adultos
quisiéramos; vivimos una marcada frontera generacional con dos dimensiones de
lectura donde los jóvenes no se interesan por lo de antaño ni a los de
generaciones anteriores nos preocupa lo que ahora se produce. Posiblemente a muchos docentes de literatura
conmueva el Canto a Bolívar, el amor platónico de Cumandá o los infiernos de la
Divina comedia, pero nuestro jóvenes quizá esperan vivir la esperanza, la lucha, el heroísmo narrado
desde otras perspectivas: Historias como Los Juegos del Hambre de Suzanne
Collins, El Señor de los Anillos de Tolkien, Las crónicas de Narnia son buena
muestra de ello, pues hablan de lo que sienten, sueñan y quieren las nuevas
generaciones.
El no acercarnos a lo contemporáneo seguramente nos
priva de un nuevo contexto, de un nuevo marco histórico donde la literatura
estalla con temas que en otras épocas fueron vedados o invisibilizados; la
sexualidad, la violencia, el suicidio, la muerte han sido compañeros
inseparables de la humanidad y abordarlos no excluye la visión del mundo de
felicidad que todos anhelamos; al contrario el conocimiento de la tragedia
impulsa la búsqueda del sosiego, la fetidez de la
crueldad nos aproxima a la compasión porque somos una especie que convive con la luz y la oscuridad, y la
literatura es aquel hito inesperado que te marca un sendero, pero no
necesariamente te obliga a recorrerlo.
Otro aspecto importante al enlazar imaginación y literatura
en el aula es generar espacios para
jugar y experimentar con las palabras, aproximarnos
a la poesía o crear versos es un reto de
creatividad, ingenio y hasta humor. El
haiku, la metáfora la prosopopeya, la hipérbole son atractivos recursos para
llegar al juego mental; no se enseñan como conceptos o listado de ejemplos,
sino como un reto a la imaginación y
búsqueda de originalidad.
Y para romper la pasividad del lector, nada mejor que el teatro,
la dramatización, espacios donde dejamos
de ser nosotros para trasmutar al rol de aquellos personajes que mezcla de
imaginación y deseo habitan en nuestro ser interno; un escape de lo cotidiano que
libera los sentidos. Al dramatizar te vuelves parte de la historia misma, en un
escenario, en un espacio donde eres creador, intérprete, receptor, narrador y
protagonista.
Para finalizar, cito el uso del ensayo y el debate como elementos
ineludibles de la literatura que dan lugar a que nuestros jóvenes ejerciten la
reflexión, pongan a prueba sus pensamientos, expongan ideas de manera
consecuente y polémica. Que como lectores activos asuman una postura crítica
frente a la inmensa cantidad de información que hoy ofrecen las redes para que puedan
ser escuchados y sean sujetos con voz propia y no meros repetidores de saberes
o criterios ajenos.