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viernes, 4 de septiembre de 2009

El legado de un buen gobernante

Es indudable que las grandes obras materiales perennizan el nombre de sus gestores. Tas el portentoso edificio, la eficiente red de carreteras, el magnífico monumento, subyace un trascendental esfuerzo que amerita reconocerse. En el caso de un gobernante, su bregar por el desarrollo material del pueblo permite que este logre indudables beneficios, los mismos que se constituyen en visibles elementos con los cuales el común de los habitantes juzga el acierto o fiasco de un determinado régimen.
Pero este aporte al progreso material del pueblo, muy necesario e importante como es lógico, no es el legado vital que un mandatario debería inscribir en las páginas de la historia. El buen gobernante, a más de sus imprescindibles cualidades administrativas o económicas, está obligado a mantener, en primera instancia, sus propios valores éticos y morales para ser tachado como hombre de bien en cualquiera de las circunstancias que se encuentre.
Una de las preocupaciones fundamentales de un regente sabio es el mantenimiento de la verdad y la justicia. Una constante lucha para que su accionar humano y administrativo sea paradigma de trasparencia, respeto y rectitud.
Un país se lo puede edificar externamente con admirables obras visibles al ojo humano, pero su real esencia se halla en las bases morales que lo sostienen. Con este precepto: Ningún cambio, revolución o acción implementada en un país puede calificarse de exitosa, si atrás de sí queda entronizado el odio, la mentira, el separatismo, la corrupción o más gangrenas que corroen la ética humana.
Peor aún, ningún progreso merece la pena si para ello se sacrifican vidas inocentes o de destruye la honra de las personas. El pueblo lo conforman los individuos y no sus edificaciones. Existe progreso cuando se vive en armonía, en libertad y no en un contexto de inseguridad, de temor o duda del uno hacia el otro.
La mejor herencia que un gobernante puede dejar a su pueblo es su figura ecuánime, honesta, equilibrada. Una imagen para evocar con admiración y respeto frente a generaciones presentes y posteriores. No una imagen que provoque vergüenza o repulsión ante sus ciudadanos y el mundo.
Ningún pueblo espera que al frente de su destino se desboque un Nerón, un Hitler, un Catilina o cualquier mala copia de estos tiranos, porque un legado de maldad destruye para siempre la moral de un pueblo y un pueblo sin moral es un desierto de cadáveres vivientes.

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