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sábado, 8 de abril de 2017

Maldad institucionalizada

Los pueblos se forjan al amparo de la honestidad, el trabajo, la equidad, la libertad y más elementos inherentes al mundo civilizado. Estos valores esenciales para la supervivencia ética de una nación no existen por el hecho de ser citados en una carta constitucional o en una perorata política. Los pueblos son direccionados en su actuar a través de las leyes, pero la existencia de estas no garantizan el convivir armónico si quienes las instauran son los primeros en quebrantarlas. En la antigua Grecia se planteaba la disyuntiva sobre qué era mejor: ¿El gobierno de las leyes o el de los hombres? A sabiendas que las leyes son quebrantables, se concluía que lo fundamental es la condición de ética, moral y bondad que un ser humano debe tener cuando se coloca al frente de una nación porque son sus actos, y no sus palabras los que darán valor y legitimidad a su mandato. 

Grandes imperios brillaron por sus sistemas organizacionales, sus logros militares, sus innovaciones en diversos ámbitos, pero al mismo tiempo su corrupción, su violencia, su tiranía, su maldad institucionalizada carcomieron sus estructuras hasta volverlos polvo. La inmoralidad es la plaga de todo pueblo, la indecencia llevada a los estratos del poder mina el honor de las naciones y sus habitantes. Una nación no puede crecer bajo la sombra de la ignominia, un pueblo no puede prosperar si sus organismos de gobierno se apuntalan sobre la mentira, el dolo, el ansia de poder que beneficia a grupúsculos contaminados hasta el tuétano con la desvergüenza. 


No podemos llegar a la grandeza cuando los adultos, las autoridades, los que tácitamente al frente de la Patria revelamos a nuestros jóvenes y niños que la verdad no vence, que el engaño triunfa sobre la honestidad, que la falacia se impone a la franqueza, que el deshonor brilla en el rostro mentiroso y caradura con mayor esplendor que la honorable faz. No podemos decirnos democráticos si el accionar político devela que la violencia se impone a la razón y a la voluntad del pueblo, que no importa cuánto se reclamen los derechos sociales e individuales  si se manipulan los entes armados para reprimir o amedrentar a quien con rectitud reclama. En esta violencia se incluye también la incitación al odio, la intimidación a través de grupos foráneos que generan rencores y conducen a que los ciudadanos en las calles pierdan sus estribos ante la provocación planificada que desvirtúa la protesta franca.  


Un pueblo libre no puede vivir bajo la institución del miedo. Los ciudadanos contamos con el irrenunciable derecho para expresarnos con autonomía sin que por esto seamos tratados como sediciosos o terroristas. Una constitución con un derecho a la resistencia sobre el papel es inútil, si al momento de pronunciarnos nos amedrentan con alambradas, policías armados hasta los dientes o amenazas difundidas en medios de comunicación esclavizados. Un pueblo oprimido no puede proyectarse al futuro porque las rejas existentes limitan su libertad de ser, de actuar y de sentir. 


Finalmente, un gobierno con solidez moral no puede atizar el divisionismo; al contrario, es responsable de velar por los intereses de todos los sectores de la ciudadanía, sean estos afines o no a su ideología; los gobernantes que solo cuidan de sus coidearios inyectan en la Patria la discordia. ¿Será la corrupción institucionalizada el futuro del Ecuador o aún podrá brillar la armonía, la rectitud y la decencia?  

Artículo publicado en Diario Regional Los Andes, Riobamba, jueves 6 de abril de 2017 

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