Los
pueblos se forjan al amparo de la honestidad, el trabajo, la equidad, la
libertad y más elementos inherentes al mundo civilizado. Estos valores
esenciales para la supervivencia ética de una nación no existen por el
hecho de ser citados en una carta constitucional o en una perorata
política. Los pueblos son direccionados en su actuar a través de las
leyes, pero la existencia de estas no garantizan el convivir armónico si
quienes las instauran son los primeros en quebrantarlas. En la antigua
Grecia se planteaba la disyuntiva sobre qué era mejor: ¿El gobierno de
las leyes o el de los hombres? A sabiendas que las leyes son
quebrantables, se concluía que lo fundamental es la condición de ética,
moral y bondad que un ser humano debe tener cuando se coloca al frente
de una nación porque son sus actos, y no sus palabras los que darán
valor y legitimidad a su mandato.
Grandes
imperios brillaron por sus sistemas organizacionales, sus logros
militares, sus innovaciones en diversos ámbitos, pero al mismo tiempo su
corrupción, su violencia, su tiranía, su maldad institucionalizada
carcomieron sus estructuras hasta volverlos polvo. La inmoralidad es la
plaga de todo pueblo, la indecencia llevada a los estratos del poder
mina el honor de las naciones y sus habitantes. Una nación no puede
crecer bajo la sombra de la ignominia, un pueblo no puede prosperar si
sus organismos de gobierno se apuntalan sobre la mentira, el dolo, el
ansia de poder que beneficia a grupúsculos contaminados hasta el tuétano
con la desvergüenza.
No
podemos llegar a la grandeza cuando los adultos, las autoridades, los
que tácitamente al frente de la Patria revelamos a nuestros jóvenes y
niños que la verdad no vence, que el engaño triunfa sobre la honestidad,
que la falacia se impone a la franqueza, que el deshonor brilla en el
rostro mentiroso y caradura con mayor esplendor que la honorable faz. No
podemos decirnos democráticos si el accionar político devela que la
violencia se impone a la razón y a la voluntad del pueblo, que no
importa cuánto se reclamen los derechos sociales e individuales si
se manipulan los entes armados para reprimir o amedrentar a quien con
rectitud reclama. En esta violencia se incluye también la incitación al
odio, la intimidación a través de grupos foráneos que generan rencores y
conducen a que los ciudadanos en las calles pierdan sus estribos ante
la provocación planificada que desvirtúa la protesta franca.
Un
pueblo libre no puede vivir bajo la institución del miedo. Los
ciudadanos contamos con el irrenunciable derecho para expresarnos con
autonomía sin que por esto seamos tratados como sediciosos o
terroristas. Una constitución con un derecho a la resistencia sobre el
papel es inútil, si al momento de pronunciarnos nos amedrentan con
alambradas, policías armados hasta los dientes o amenazas difundidas en
medios de comunicación esclavizados. Un pueblo oprimido no puede
proyectarse al futuro porque las rejas existentes limitan su libertad de
ser, de actuar y de sentir.
Finalmente,
un gobierno con solidez moral no puede atizar el divisionismo; al
contrario, es responsable de velar por los intereses de todos los
sectores de la ciudadanía, sean estos afines o no a su ideología; los
gobernantes que solo cuidan de sus coidearios inyectan en la Patria la
discordia. ¿Será la corrupción institucionalizada el futuro del Ecuador o
aún podrá brillar la armonía, la rectitud y la decencia?
Artículo publicado en Diario Regional Los Andes, Riobamba, jueves 6 de abril de 2017
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