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domingo, 1 de noviembre de 2009

“Q.E.P.D.”

“Que en paz descanse”, pieza teatral humorística del destacado dramaturgo ecuatoriano José Martínez Queirolo, es una visión satírica que confronta a dos singulares personajes envueltos en una vistosa experiencia más allá de la vida. Enriqueta y Simón, luego de un accidente de tránsito que termina con sus vidas, abren sus ojos para contemplar los últimos ritos de sus exequias.
A pesar de su condición póstuma, los personajes siguen anclados a lo que fueron sus propias actitudes de vida: vanidad, hipocresía, superficialidad, intereses económicos y más afanes por aparentar un estilo de vida perfecta, pese a sus inmundicias humanas. La genialidad de Queirolo combina hábilmente lo risible con lo siniestro. De lo deplorable brota la enseñanza, la palabra moralizante donde nuestras debilidades se ven retratadas para dar paso a la reflexión o la conversión de lo erróneo que puede ser nuestra coexistencia.
Esta obra estrenada por el grupo “Los Guayacanes”, en el IV Festival Nacional de Teatro organizado por el Patronato Municipal de Bellas Artes de Guayaquil, el 22 de julio de 1969, bajo la dirección de Miguel Sarracín. Aborda con vitalidad el gran dilema, que todos llevamos, del cómo vivir frente al ineludible desafío de la muerte.
En el Día de los Difuntos, saturados de flores que han subido de precio, ritos religiosos y otras novedades propias de la fecha, todos de alguna manera percibimos la fragilidad de la existencia. Sabemos de lo efímero del hombre y de la mujer quienes absortos en sueños, grandes ideales, o simplemente atados a la rutina del trabajo, caminamos dormidos sin percibir o disfrutar el presente que llevamos en las manos como el único tesoro irrecuperable.
Es más, la insensatez a la que parece estar condenada la condición humana no repara en absurdos como aquellos erigidos en los cementerios: extravagantes mausoleos, inscripciones, esculturas y más barroquismos que insuflan la soberbia de quienes incluso más allá de lo vivible piensan figurar con las cuatro monedas que poseen, sin reparar que la fortuna de la vida se mide en la calidad de lo realizado y en los memorables recuerdos que sembramos en el corazón y la mente de quienes nos rodean.
Es tan triste mirar una lápida que a más del nombre del extinto trae como aureola un título profesional, como si los gusanos distinguiesen al médico, del artista o del bruto; tan dolientes aquellos teatrales sepelios atiborrados de flor, donde pocos lloran y la mayoría ríe; donde se busca al conocido, amigo o pariente, para expresarle un pésame que, por lo general, se adjunta al deber social antes que al real afecto.
La arrogante vanidad nos trasforma en sepulcros vivientes y de tanto esforzarnos para deslumbrar a los demás nos olvidamos de nosotros mismos. Compartamos la plática, la risa, el jolgorio de la quietud y el inusitado abrazo de la presencia de quienes amamos, como evidencia palpable del existir. Que no se nos profiera el “descanse en paz” en la tumba fría. Cuando cada día debemos descansar en paz, gozando el milagro de la vida.

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